Dos pibes idean un plan para entrar a la cancha de boca sin el permiso de sus madres. Escribe Pablo Stanisci una historia de cuando la Copa Libertadores era otra cosa.
Corría el año 71, La Libertadores se jugaba a ganar o morir. Otras reglas. Se decía que era cosa de guapos y había que ganar de cualquier forma. Ese año jugaron Boca con el equipo Peruano Sporting Cristal. El barrio de La Boca se preparaba para estos partidos, se sentía en el aire, solo se respiraba futbol.
Dos amigos que tenían planeado ir a ver el partido sí o sí. Nada raro salvo por sus edades: apenas llegaban a los 12. Había que planificar como salir de casa y sobre todo como entrar a la cancha.
Para los dos la cancha de boca era como su casa, conocían todos los rincones y pasadizos. También había que sortear los controles; nada difícil ya que siempre que podía lo hacían, pero este era un partido especial.
Idearon como: cada uno iba a decir que miraba el partido por tele en la casa del otro. Y así fue.
Se juntaron en la esquina de siempre, sonriendo, pensando que el plan daba resultado y sobre todo por volver a ver a boca. La pasión les quemaba el alma.
Mientras caminaban rumbo a la cancha, a uno de ellos se le ocurrió que podían verlo desde el pasto, sabían cómo llegar hasta ahí. Se les iluminaron los ojos con solo pensarlo.
Llegaron a la puerta del estadio. Como hacían siempre tomaron de la mano a un mayor para sortear los controles, en esa época no había molinetes solo el inspector y un menor entraba acompañado de un adulto. Así fue como lograron entrar.
Ahora había que llegar al pasto cosa que no era fácil, pero sabían cómo hacerlo. Entraron por recovecos que conocían perfectamente, llegaron detrás de los bancos de suplentes y con toda astucia se escondieron detrás de un cartel de publicidad.
Esperaron escondidos a que comience el partido.
Primero salieron los jugadores de Sporting Cristal, antes había un solo túnel, y luego salió Boca. Pasión. La bombonera tiembla, se siente y ellos no pudieron con la euforia; saltaban, gritaban y no se daban cuenta que podían ser descubiertos.
Y los vieron. Los retaron. Los conocían, pero como ya empezaba el partido los dejaron detrás del cartel de publicidad. Otros tiempos.
El partido estaba muy friccionado, patada va, patada viene, codazos, empujones. Se jugaba fuerte.
Y lo que se veía venir, se vino nomás: empujones, piñas, patadas y todo se convirtió en una batalla. Los dos amigos decidieron ayudar a sus jugadores y entraron en el lio. Dos pequeños enanos en el medio de los gigantes. En eso los toma la cámara de televisión.
En sus casas creían que cada uno estaba en la del otro y en medio de las trompadas y corridas los ven por la tele.
En la cancha todo era un caos: piña va piña viene y estos dos corriendo a los morochos gigantes. Todo sea por los colores.
Intervino la policía. Todo se fue calmando y a los dos los metieron en un patrullero para llevarlos a casa. Ahí empezó el miedo de verdad, como enfrentar a mamá. Eran más fácil los Peruanos.
El patrullero atravesó las pocas cuadras que los separaban de sus casas. En la esquina estaban, en el medio de un alboroto, las mamas de los dos, preguntándose como las habían engañado y todo lo que les harían cuando lleguen. Los vieron bajar del patrullero, esos dos locos bajitos que se jugaron por el amor a la camiseta, al barrio. Pudieron enfrentar a los gigantes pero no a cada mamá y recibieron su merecido: penitencias, enojos.
Pero a ellos no les importaba: estaban felices por haber ayudado a sus ídolos.
Pablo Stanisci
Nací en 1971, mi viejo de San Lorenzo y yo de Boca, hasta bien entrados los 80´s, los domingos le pedía que me deje en Alte Brown y Blanes y me iba a la cancha solo. Accedía pidiéndole a un adulto pasar con él, ya que los menos pasabamos sin cargo. Ya luego adentro de la cancha, me iba a la tribuna media (la de la 12) hasta el pasillo inferior y me metía dentro de hueco de la pared de «Cinzano». Por dentro pasaban caños de agua, e iba en cuquillas hasta la platea. Ahí buscaba un asiento vacío y veía el partido con total comodidad. Años 84, 85, 86. Otras veces entraba en el entretiempo cuando abrían las puertas. Saludos
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