Un gol y un partido pueden cambiarnos la vida para siempre a aquelles que no fácilmente encontraron la eternidad en una noche de invierno europeo y una tarde de verano argentina.
La duración de una historia, un relato, una leyenda, o simplemente algo para contar puede ser sumamente disímil. La diferencia entre el principio y el fin, siempre arbitraria por cierto, tiene un determinado tiempo (por ejemplo, de 92 segundos), pero la enorme cantidad de visiones, perspectivas, ilusiones, percepciones y demás alrededor de ese momento puede derivar en una infinidad de relatos, alegrías, sonrisas, penurias, tristezas o lo que sea. A veces un instante es sagrado y, en tanto tal, puede durar para toda la vida, pero su recuerdo depende de dos, tres, mil, o millones de personas que lo viven, lo recuerdan, lo tergiversan, lo cuentan. Algunos de esos relatos sirven como una anécdota de rutina. Algunos otros, duran para toda la vida.
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En el minuto 119 con 45 segundos, la pelota dio en el palo. Les hinchas de uno y otro club tuvieron ya no un nudo sino un sistema complejo de sogas y cuerdas en la garganta. Algunes gritaron “uh”, una interjección que no es otra cosa que una figura gramatical que muestra desilusión y bronca frente a un hecho recientemente consumado. Otres sintieron una pequeña gota de alivio mientras vieron en su mente y en sus ojos la posible llegada al infierno.
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Marcelo Gallardo, técnico pero ante todo hincha de River, bajaba por las escaleras del Santiago Bernabéu desde el palco al vestuario, cuando vio que la pelota de Leo Jara pegaba en el palo. Pero luego debió seguir su camino hacia la entrada a la cancha, en lo que él mismo recordaría como “tres o cuatro minutos de oscuridad”. Sin ningún televisor ni ningún hueco para observar el partido, alguien que estaba por ahí le dijo “gol del pity”. Gallardo no entendía nada, si hace poco más de un minuto la Boca tuvo el gol a pocos centímetros. Todo fue confusión hasta que uno de los asistentes le dijo que el partido había terminado. Gallardo terminó su caminata hacia las puertas que da al campo de juego, que pudo ver de frente y ahí entender que toda su vida había cambiado para siempre.
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No hay lugar para lamentos. Algune se agarra la cabeza pero rápido debe pensar en volver a poner la pelota en juego. Cristian Pavón corre en diagonal hacia la esquina para patear el último córner del partido.
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Camilo Mayada empezó trotando para después comenzar a correr. El desenlace feliz era inevitable. La algarabía de él, del banco, de los hinchas en la tribuna y en todo el mundo estaba al caer. Por eso el uruguayo le hacía señas a todes, antes de que Martínez haga el gol, para que vayan hacia el arco a festejar. Mayada estaría de ahí y para siempre en el grupo selecto de jugadores que ganaron dos Copas Libertadores con River.
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La repetición de la jugada del palo no deja ver qué es lo que está pasando. Cuando el director de cámara se enfoca, Pavón está agachado tocando la pelota con los dedos. Toma carrera rápido y tira el córner. El árbitro pita y se interrumpe el juego. Van 120 minutos y 10 segundos.
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Javier Pinola vio, 22 años atrás, como Enzo Francescoli levantaba la Copa Libertadores de su querido River en pleno estadio Monumental. Desde aquel momento soñaba con vivir lo mismo. Si bien con España hay varios kilómetros de diferencia, Javier no se quiso privar, como marcador central y como hincha, de ver uno de los goles más importantes de la vida de él y de los suyos bien de cerca. Por eso corrió como nunca para ir detrás de un gol casi hecho, como un “Ángel Guardián” de la jugada más importante de la Historia, y fue el primero en abrazar a Martínez luego de su corrida fenomenal.
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El tiro de esquina va de nuevo. Detrás de Pavón, vaya uno a saber por qué, hay una bandera de un club brasileño. La pelota va al área. El referí vuelve a frenar el partido. Esta vez para advertir a dos jugadores que se están empujando. Le saca amarilla a ambos. El corazón no está para que un córner se tire tres veces.
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¿Podemos identificar cuando uno da una “última sonrisa”? Suena difícil, más cuando alguien se la pasa sonriendo. Porque, incluso en los malos momentos, Rodrigo Mora mostraba los dientes siempre con felicidad. Por eso, esa última vez en un campo de juego en que sonrió, parece difícil de olvidar. Mientras Martínez festejaba, Mora se abrazaba con quien encontraba. Allí se lo vio por última vez sonriendo como jugador.
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Finalmente, el centro viene. Un par de cabezas que parecen miles o millones van a buscar el centro, que solamente encuentra el rechazo con los puños de Armani. La pelota le queda a Quintero, que hace minutos hizo el gol más importante que se haya visto hasta el momento. Como si el destino también validara el defecto, mete un yerro cuando quiere tirar un “taco”. La pelota le queda de frente y, empeine mediante, pone el pase gol más lindo de toda la vida.
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A Gonzalo Martínez, el “Pity”, se le pone la mente completamente en blanco. Tiene de frente media cancha, un arco vacío y una tribuna repleta de hinchas de su rival. Casi como si adelante de él estuviera el mundo entero. En algún punto, lo estaba. Pero en un sentido figurativo. Miró hacia todo como si tuviera el planeta entero por ganar. Tocó la pelota dos veces.
Cuando puedo salir de la nebulosa mental, solamente pudo pensar en su hija. En una carrera inalcanzable, Martínez le jugó una apuesta al “para toda la vida” y se lo ganó por goleada. Acarició la pelota más importante de su existencia y la de 17 millones de hinchas, y fue rápido hacia un costado para tirarse al piso, en una zancada que la permitió zambullirse en la eternidad.
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El gol de todes. Ese que hace uno pero millones acompañan. Desde atrás, desde el costado, desde donde sea. Un loco con gorrito festeja. Una piba abraza a su abuelo, que no se levanta de la silla pero hace como si lo hiciera. Un flaco se saca la remera y la revolea. Un relator llora. Un joven filma con el celular, otro aprieta los dientes.
El hijo de Milton Casco, unos días después, le roba la pelota al Pity y es él el que emula la corrida histórica. Un tipo en pleno Monumental se pierde la chance de ganar unos pares de miles de pesos y traiciona la competencia de tiros libres desde la mitad dela cancha en el entretiempo para correr hacia el arco y que la gente lo aplauda. Así debe haber miles, millones que se acuerdan que estaban haciendo y qué hicieron luego del gol del Pity Martínez. Como si el alma pudiera resumirse en un poco más o un poco menos de 92 segundos.
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En una de las tantas reacciones, dos amigos lloran en el sillón de un departamento de la calle Bulnes, en Palermo. Uno le dice al oído, quizás, el resumen perfecto de por qué lo heroico es lo que es. “Lo vi perder con Atlanta” balbucea, como si el pasado pudiera quedar atrás un día una vez y para siempre. El recuerdo era claro: el descenso, la sensación angustiante de derrota plena de una noche de domingo en el invierno del 2012. Una sensación similar podría haber existido si la pelota de Leo jara entraba pegada al palo. 92 minutos después, todo era completamente distinto.
Reacciones como esa deben haber existido miles. O millones. A quienes el 9 de diciembre del 2018 nos cambió la vida para siempre.
Santiago Núñez
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