Un texto que viene desde las entrañas del recuerdo: un gurí al que no le gusta el fútbol, Miramar, los cardenales del bar y un espejo que devuelve a quienes cuentan historias. Escribe Agustín Lucas.

A Máximo no le gusta el fútbol. Eso es lo más increíble, dice Jorge, de atrás del mostrador. Nació un 17 de octubre, como Miramar, que jugaba esa mañana en el Méndez Piana contra Bella Vista por los puntos. Jorge se enteró temprano que había nacido el gurí, pero entendió que su hija quería descansar. Cuando Bella Vista ya iba ganando uno a cero, ella lo llamó para decirle que nada que ver, que lo estaba esperando para que conozca al nieto. Los amigos lo habían recibido con aplausos al abuelo en la tribuna, Pirulo, el Morrón, Sandro, estaban todos. Y le trajeron el carné de socio de Miramar de Máximo, que había nacido el mismo día que el Club Sportivo Miramar. Jorge se tomó un taxi, levantó a Sandra que estaba en la cantina y se fueron para el hospital a ver al nuevo hincha.

Dos días después, el 19, el padrino del botija se apersonó en la sede del Club Nacional de Fútbol para hacer socio a su ahijado. Lo primero que preguntó fue si le podían poner la fecha del 17. La fecha del carné de socio es desde el día que se le da de alta, le dijeron. Insistió. Insistió hasta que habló con los altos mandos y les explicó la situación: el abuelo del pibe lo había hecho socio de Miramar el mismo día del nacimiento. Y le cambiaron la fecha los absurdos. Bien de cuadro grande.

El único día que fue a la cancha con el abuelo, jugaban Miramar y Peñarol en el Méndez Piana por el campeonato de la sexta división. Ahí también estaban Pirulo, Morrón, todos. Cuando Máximo se aburrió, a los diez minutos, Jorge le dio un racimo de coquitos para que le tire al línea por el alambrado. Ahí anduvo Máximo corriendo a la par del orsai un rato. Un rato nomás. A Máximo no le gusta el fútbol en realidad.

Mientras Jorge sigue con la historia, nos miro en el espejo del bar a sus espaldas. A las espaldas de las botellas, en un costado de un banderín del Bilbao. Jorge va a servir, yo salgo a fumar. Soy tres puntos suspensivos fumando. La calle San Martín parpadea. Giro, lo veo a Jorge adentro que te cuenta de cuando era cantinero de Miramar y que yo entraba y salía. El primer cantinero de Miramar que conocí. Era un guacho yo. Él y Jorge, el otro Jorge. Jorge y Jorge, tuvieron la cantina de Miramar de la calle Rivera años. Yo jugaba en las juveniles, empezaba a amar las mil rayitas de la camiseta y el rinconcito atrás del mostrador donde dormía un perro.

Miro los cardenales del bar. Unos cardenales enormes que pintó el sobrino de Jorge en las paredes de afuera, entre los carteles, alrededor de un escudo de Colón. Yo los recordaba como gorriones. Los árboles se mecen con ellos que están como para saltar a un supuesto vacío. O están como habitando la cornisa. O salen nomás cada tanto, a oler flores de acanto y vuelven a la pared hasta mañana. ¿Será que el aleteo de esos pájaros suena como la ropa colgada? ¿O será que suena como los aplausos frente al jardín de una casa sin timbre? Cómo las sábanas de una cama que se estira, cómo las teclas de poemas que se están escribiendo. Me estremezco. Estremecerse es también como el aleteo de un pájaro que se posa dentro. Suena la chapa en la ochava de enfrente. Hay dos personas amándose ahí, o es el viento. El aleteo de los pájaros pintados es como el aroma de las flores de acanto. Se sienten nomás. Eso es lo más difícil de escribir, pero nos encanta.

Piso la ceniza prendida contra la vereda. Entro al bar. Jorge me da la mano como si recién llegara. ¿Vos jugaste con el Raviol antes de que se vaya o después? Las dos veces, le digo. Es que son tantos años en Miramar que se mezclan los jugadores en el recuerdo. A mí me pasa lo mismo. Las miserias sí, se saben bien de cuando son y cómo se llaman.

Jorge me pide si le doy una mano con las persianas. Donde se posan los pájaros. Anoche le entraron a robar, cuenta. Que se llevaron de todo. Hay que trabajar de otra manera dice, y se afirma en la cortina de chapa. Los pájaros vuelan. Hay que tomar lo que hay porque no hay para reponer, continúa. Adentro junta los últimos vasos. Al maso de naipes lo baraja antes de guardarlo en la cajita de la marca de whisky. El sonido de los naipes se parece al de las alas de un pájaro que se mete por una ventana y no sabe por dónde salir, o no quiere, parece que le gusta quedarse. A Máximo le gusta atrapar gorriones y meterlos en una caja con agujeritos, dice Jorge. Le gusta mucho más que el fútbol.

Soy como ese gurí atrapando gorriones para mirarlos de cerca por los agujeritos de una caja que es mi propio vientre. Soy el botija que se crió entre la cancha y la cantina de los Jorges. Soy esa gurisada a mil rayas que me enseñó todo. Estos padres prestados como Jorge, que me mira desde el otro lado del mostrador. Atrás el espejo, el banderín, las botellas, nosotros.

Agustín Lucas

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