Néstor Ortigoza, el Jony, el hombre que aprendió a patear penales en el barrio, como si la vida lo hubiera preparado para una noche de Copa Libertadores. Escribe Gonzalo Bressan Otegui.

La Matanza es el partido más poblado de la provincia de Buenos Aires. El último censo arrojó la cifra de 1.775.816 habitantes. Tiene más residentes que 20 provincias argentinas. En el centro del distrito se encuentra la localidad de González Catan. Ahí, desde hace muchos años, los viernes por la noche, cuando los trabajadores terminan su jornada, se disputan torneos de penales. Entre las diez de la noche y las seis de la mañana, convergen apostadores de la zona, actores principales y público. Estos últimos forman un pasillo que empieza en el pateador y termina en el arco.

Manuel Ortigoza era asiduo protagonista, detrás de él siempre se paraba su sobrino, Néstor, quien analizaba su forma de patear. Intentó imitarlo, practicó, y el tiempo lo llevó a ser compañero. Nunca jugaron juntos, tenían la estrategia de ser ejecutantes y arqueros al mismo tiempo, y el ganador repartía. De esa forma el juvenil de Argentinos Juniors se ganaba la vida.

Caruso Lombardi, por recomendación de Diego Maradona, tomó la dirección técnica del club de La Paternal. El entrenador había pasado trece años en el ascenso, y conocía al detalle a cada futbolística. Por eso fue a buscar a Juan Ignacio Mercier, quien había jugado en Flandria, Deportivo Morón, Tristán Suarez y Platense. El pelado había tenido un camino progresivo en su carrera. Desde un club humilde de la B Metropolitana, Flandria, a un grande con el consiguió el esperado ascenso a la B Nacional, Platense.

Con el tiempo se dio la vuelta de Néstor Ortigoza, quien estaba a préstamo en Nueva Chicago. Pero Caruso Lombardi se fue, pasó Gorosito y llegó Claudio Borghi. Este último venia de lograr cinco títulos en poco más de dos años en Colo Colo. El Bichi puso línea de tres y a Mercier y Ortigoza como dueños del medio. Con los partidos se formó una dupla que manejaba los tiempos del equipo. Se fueron conociendo los movimientos y sincronizaron a la perfección. El Bicho no gritaba campeón desde que el entrenador era jugador, pero ese año lo volvió a hacer.

Jonathan, como lo quería llamar su madre, pero por la guerra de Malvinas no pudo, se había convertido en un jugador codiciado por los grandes del futbol argentino. Su toque simple y los movimientos indicados en cada jugada lo hacían uno de los mediocampistas más capaces del torneo vernáculo. ‘’En los torneos por plata aprendí a jugar a uno o dos toques, para que no me peguen’’, cuenta cuando puede.

Ramón Díaz se anticipó a todos y lo llevó a San Lorenzo. El Ciclón perdió más de la cuenta y fue en busca de Caruso Lombardi para pelear la categoría. El Azulgrana se salvó del descenso directo pero no de la promoción. En la vuelta, en el Nuevo Gasómetro, Instituto de Córdoba se puso a dos goles de la hazaña, pero faltando doce minutos Ortigoza tenía la oportunidad de patear el penal más importante de su carrera. Mientras caminaba con la pelota bajo el brazo vio a un padre con el hijo llorando en la tribuna.

En Argentinos había pateado 16 penales sin errar ninguno, y solo cuatro veces los arqueros habían acertado el lugar donde iba la pelota. Tampoco lo pudo hacer Julio Chiarini, arquero de Instituto, quien vio desde el piso como la pelota se colgaba en el ángulo. Con el objetivo cumplido se fue a Emiratos Árabes, y en su reemplazó, en el avión de vuelta, llegó Mercier. Pero Joni no tardó mucho y volvió para que la dupla siga haciendo historia en el futbol nacional. Y así fue. Juan Antonio Pizzi tomó la dirección técnica y en el 2013 lo sacó campeón.

La base de ese equipo fue la que tomó Edgardo Bauza para encarar la Copa Libertadores 2014. El mismo certamen que tanto acomplejaba a los hinchas del Ciclón, el que no se le había dado a lo largo de la historia. Y el que Ortigoza nunca había jugado. A los seis años su padre lo llevó a jugar al futbol. Cuenta que corría detrás de la pelota. Donde estaba la bocha iba Orti. Así manejó los hilos del equipo en la copa. Corrió de un lado a otro e hizo jugar a cada compañero. Tocaba con un lateral que se la devolvía y salía disparado al ataque. Jugaba con un delantero que luego ingresaba al área libre de marcas. Se apoyaba en los centrales para que no pierdan el roce con la pelota, mientras él se volvía a perfilar.

Así jugó toda su carrera, así jugó la Libertadores. Pasó con lo justo a la segunda ronda, eliminó dos equipos brasileros de visitante, goleó en semifinales y llegó a la vuelta de la final con expectativas por el uno a uno de la ida. A los 35 minutos del primer tiempo, Néstor Ezequiel Ortigoza se paró frente al arco, recto. Ya no estaban los apostadores, los que lo miraban eran hinchas de un club que había esperado toda su vida por ese momento. Hijos, padres, abuelos. Todos expectantes por sacarse el karma de ser el único grande sin Libertadores. Todos sabiendo que ser un gran club pasaba por otro lado, y que el sentimiento no iba a cambiar.

Ortigoza no pensó en eso. Agachó la cabeza y corrió hacia la pelota. Luego la levantó, repiqueteó con sus pies y miró al arquero que se tiró a un palo, él disparó al otro. «Espero al arquero hasta el último momento, si no se mueve le pegó fuerte a un palo’’, explicó el chico, que por patear penales se ganaba su vida, y la de todo San Lorenzo.

Gonzalo Bressan Otegui

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