A 18 años de una de las victorias más importantes del deporte argentino. Cuando la generación dorada fue más que el dream team. Escribe Santiago Núñez.

La voz contundente, como siempre, estremecía el vestuario. Las directivas iban acompañadas con gestos y escritos en el pizarrón. “Reggie Miller hace bloqueos sucesivos -dijo el técnico- y lo vamos a defender ‘seguidor’”. De fondo se escuchaban algunas risas, que mostraban con ironía cierto reparo para tomarse con absoluta seriedad la indicación. 

Rubén Magnano y Enrique Tocachier ni se inmutaron y siguieron la explicación de su plan. “A Jermaine O’Neil lo vamos a defender ‘3/4 por delante’”. Hubo ya menos risas. A la tercera indicación similar, se imponía el silencio Y, sobre todo, la atención.

 “¿Estamos saliendo a ganar?”, se preguntaba más de uno, mientras los interrogantes internos salían hacia afuera con miradas cruzadas de ojos sorprendidos. En efecto, nada era para chiste aquel 4 de septiembre del 2002, en Indianápolis.

No había, en el pensamiento del cuerpo técnico, ningún jugador rival inalcanzable. Solamente un partido muy difícil por afrontar. De esos que no se olvidan. Porque como transmitió de manera exitosa Magnano en una de las charlas técnicas más importantes de su vida, lo imposible es solamente eso que cuesta un poco más.

Preguntas que responden

¿Cómo y por qué llegó la Argentina a ese día en el que pasó a la historia como el primer equipo que derrotó a un plantel estadounidense conformado íntegramente por jugadores de la NBA?  El inicio de una historia siempre es complejo. 

¿Fue esa charla técnica destacada por todos y todas? ¿Fueron los cinco partidos anteriores ganados por el equipo de Magnano? ¿Fue la rutina de “entrenar, comer, dormir, entrenar, comer, dormir”, dixit Fabricio Oberto, en la previa de Indianápolis 2002? ¿Fue el 2001 victorioso que tuvo a la Argentina, en el año anterior al Mundial, como protagonista ganando de punta a punta el Sudamericano de Valdivia y el Campeonato FIBA Américas de Neuquén? ¿Fue el Mundial sub 22 de Australia de 1997 en el que la Argentina, con muchos de los futuros “dorados”, caería en semifinales con el local con un triple en el último minuto? ¿Fueron los muy positivos Juegos Olímpicos de Atlanta 1996? ¿Fue la medalla de oro en los Panamericanos del 95? ¿Fue la “tormenta perfecta”, como lo definió Luis Scola, de una generación de jugadores brillantes que se encontraron en el momento justo y en el lugar indicado?

¿Tiene su germen esa victoria de Indianápolis, acaso, en el proyecto de básquet que hizo que en la Argentina haya mucha más continuidad que ruptura, al punto de que en los últimos 26 años (al día de hoy) hubo solamente cuatro entrenadores? ¿Fue el entrenamiento físico más duro implementado desde la llegada de Guillermo Vecchio, pero continuado por Julio Lamas, Rubén Magnano y Sergio Hernández, que ayudó a que la selección juegue de igual a igual contra equipos de primer nivel mundial?

¿O la victoria en 2002 hunde sus raíces en el proyecto de Liga Nacional armado por León Najnudel, que tomó forma desde la última parte de la década del 80, fortaleció la competición y permitió un mejor nivel a los baloncestos de todas y cada una de las provincias?

A veces, cuando algo es tan grande, hay preguntas que responden.. Porque, en este caso, todas las opciones anteriormente citadas son correctas. El inicio es todo eso.

Empezar  a caminar por el cielo

Ni el más optimista hubiera imaginado un arranque de esa forma. Desde el salto inicial, la Argentina salió a comerse crudo a los Estados Unidos y le ganó en toda la cancha. Defensa férrea, física, que evitó triples con libertad o dobles fáciles para el equipo norteamericano. “Se sentía en la cancha, en la mirada y el lenguaje corporal del rival que no le encontraban la vuelta a la situación”, declaró Pepe Sánchez, en una entrevista en el especial de ESPN Recuerda en 2012. 

La Argentina mantenía un ritmo vertiginoso de contraataques, posesiones con 7 u ocho pases, volcadas con el aro libre, penetraciones contundentes. El equipo nacional tenía jugadas de presión en ¾ de cancha que ahogaban al “Dream Team”, que más que sueño vivía una pesadilla.

Había reacciones de impotencia por parte del rival que mostraron su incomodidad. Reggie Miller tiró al piso a Leandro Palladino cansado de una persecución interminable. Baron Davis golpeó a Alejandro Montecchia y Jermaine O’Neil lo pisó en el suelo a Luis Scola luego de que le pusiera una tapa sublime. “Era una señal de debilidad”, declaró el Luifa en el especial televisivo antes citado. Era, también, un mensaje claro que transmitía la idea de cómo plantarse, de cómo ir al frente, de cómo el invencible, esta vez, iba a tener que ser puesto a prueba.

La Argentina metió una primera parte épica, con un cuarto inicial de 34 a 21 (13 puntos de diferencia) y un segundo de 19 a 16, cerrando el 50% del partido soñado 16 puntos arriba. Lo que se dice un baile. Un primer baile.

Lógicamente, las cosas no fueron siempre así. Estados Unidos ajustó los tornillos y empezó otro partido en el tercer cuarto. Con un parcial de 11 a 2 en la última parte, la banda de la NBA no se resignaba y la nube negra se veía en el horizonte. “Se vienen, se vienen”, dijo uno de los comentaristas de la  transmisión, que también dedicaba parte de su alocución a decir que Emanuel Ginóbili no estaba jugando su mejor partido.

Los “yankis” se pusieron a 6 puntos en el marcados con  8 segundos por jugar. Todo hasta que Manu metió un doble con penetración y una muñeca mágica, para que la  Argentina se vaya al banco ocho arriba, con el sabor de que resistió el embate del rival. O con la sensación de que si bien todavía faltaban diez minutos, la futura Generación Dorada empezaba a caminar por el cielo.

¿Era Estados Unidos un “dream team” ?

Un argumento bastante utilizado y repetido indica que aquel partido no fue contra las verdaderas estrellas de la NBA. Es cierto, claro está, que faltaron jugadores de la talla de Tim Duncan, Kobe Bryant, Jason Kidd, Kevin Garnett, Shaquile O’Neil o Tracy McGrady. Ahora, no siempre los “Dream Team” fueron como el Barcelona 92 de Michael Jordan, Larry Bird y Magic Johnson. En Sidney 2000 también faltaron las estrellas del flamante campeón de la NBA, Los Angeles Lakers, u otras figuras como Tim Ducan.

Esa selección del 2002, es verdad, no llevo a ninguno de los nueve norteamericanos que estuvieron en los dos mejores quintetos de la temporada 2002/2003. No obstante, no dejaba de ser un equipo con doce jugadores de la NBA plagado de talento. 

Reggie Miller, que hoy está en el Salón de la Fama, solamente 4 años antes fue el estandarte de los Indiana Pacers que puso en jaque y llevó al último partido a los Bulls de Jordan. Ben Wallace fue el mejor jugador defensivo en 2002, 2003, 2005 y 2006 y estuvo en cinco ocasiones en el «Mejor Quinteto» de defensa de la NBA. Por su parte, Michael Finley era uno de los “Big Three” que junto con Steve Nash y Dirk Nowitzky hicieron que los Dallas Mavericks fueran uno de los principales animadores de la NBA a principios del siglo XXI.

A su vez, Jermaine O’Neil venía de estar en el tercer mejor quinteto de la temporada y de jugar el All Star, competencia en la que, por ejemplo, Paul Pierce participó en 10 ocasiones. También participaba Elton Brand, conocido por el apodo “Mr. 20 10” por promediar casi 20 puntos y 10 rebotes por partido en sus 16 temporadas en la NBA. Luego había jugadores, más de uno, que participaron en “Juegos de las Estrellas” como Baron y Anthony Davis o Shawn Marion.

Los equipos conformados íntegramente por jugadores de la NBA habían ganado los JJOO en 1992, 1996 y 2000 y el Mundial de 1994 (en el  ‘98 no llevaron la plantilla principal). Tenían un invicto de 58 partidos. El rival que mayor diferencia les había sacado era un conjunto también estadounidense de jugadores universitarios, que llegó a tener la ventaja de 17 puntos, en un amistosos en la previa de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Argentina, en algún momento del segundo cuarto, le sacó 20 de distancia.

Es decir, no hay duda que el poderío estadounidense era para “Dream Team”, aunque de  los sueños todos alguna vez nos despertamos. Quienes parecen invencibles, a veces, no tienen otra que asumirse vencidos. 

La puerta a la Historia y el camino a la gloria

Cuando EEUU no pudo tirar porque se le habían consumido los 24 segundos de posesión, el banco argentino saltó, se metió en la cancha y gritó. La Argentina, ese equipo que no llevó ninguna cámara de fotos al partido contra las estrellas de la NBA, defendía como nunca y metió un parcial de 6 a 0 para ponerse 13 arriba con el último cuarto ya avanzado. 

La entrada a la eternidad aparecía de frente mientras Pepe Sanchez ponía un pase mágico para Oberto (que metió 6 puntos en cuestión de minutos) para meter una volcada de esas cuyo grito se escucha en todo el continente. Lo único pintado en la zona de anotación parece ser la defensa rival.

El cartel del noticiero de la transmisión, como un guiño del destino, avisaba que Lucas Valdemarín iba a ser titular en reemplazo de Claudio Husain en Vélez, como si a alguien en el país ese día le importara el fútbol. Mientras, el banco seguía saliendo, gritando, saltando hasta que en un momento decidió cantar y revolear los trapos. Mientras tanto, Pepe Sánchez miró incrédulo a Manu Ginóbili y le dijo algo así como “che, me parece que ganamos”, a lo que el futuro crack de la NBA le respondió que él creía que sí. El fantasma de “estamos haciendo un buen partido pero estos animales en cualquier momento lo dan vuelta” se iba al ritmo de los gritos de la gente

En el momento en el que el reloj dijo cero, no solamente se ganó el partido sino que cada cancha rectangular con un aro y un tablero en cada rincón del país se hizo más fuerte, cada pelota naranja tomó más repercusión y toda la Argentina supo lo que era debatir sobre varios “5 contra 5” que no eran de futsal. La victoria que compite por el galardón de “momento más importante del deporte argentino” era un hecho. El tablero marcaba 87 – 80.

La Argentina saltaba y cantaba en USA. Un país que buscaba su alegría en el fútbol encontraba en las muñecas de unos magos su felicidad, la misma que mostraban los jugadores que se iban bailando y saltando en trencito.  O que llegaban al hotel y veían como las otras delegaciones salían a los balcones para aplaudir a los nuevos héroes del deporte mundial. 

Pero el éxtasis tenía detrás otros desafíos. Al día siguiente había que jugar y ganarle a Brasil. A los dos días jugar y ganarle a Alemania para llegar a la final contra Yugoslavia. Todo entre miércoles y domingo.  

Por eso después de la cena, las risas y la locura, Magnano llamó a todos a una charla técnica, no solamente para felicitarlos, sino también para hablarles de lo que se venía. Cuando los jugadores llegaron a la reunión, había una frase en el pizarrón que decía: “Ya entramos en la Historia, ahora vamos por la gloria”.   

Santiago Núñez

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