Nadia Podoroska, Gustavo Fernández y Diego Schwartzman además de sus grandes triunfos en el polvo de ladrillo de Roland Garros, nos trajeron el regreso de la Legión Argentina. Escribe Santiago Núñez.

Con ese reducido esférico amarillo que busca viajar una y otra vez por encima de la red hay una magia increible, difícil de explicar. Buscar por qué genera tantas sensaciones esa pelotita que va y viene requiere un estudio determinado, quizás incluso un análisis complejo. O tal vez podemos hacer lo que más nos conviene que en este caso no sería otra cosa que entregarse a las razones indiscutibles de la pasión inexplicable.

Esa sensación de escalofríos que transita por las venas, de ganas de alentar y de gritar antes de cada punto, de seguir partidos de tenis como finales del mundo volvieron esta semana. Los responsables son tres: Nadia Podoroska, Lucas Schwartzman y Gustavo “el Lobito” Fernández. Quizás este último más acostumbrado a transmitir más gloria que los dos primeros, pero como un paquete de luchas triunfantes permanentes relatadas por la tele para quienes pudieron observar en vivo, o en Twitter para quienes tuvieron que esperar minutos o segundos luego de los hechos consumados, el tenis volvió a las primeras planas de los matutinos y a los zócalos de los informativos que bombean información permanente.

Los y las comunicadoras se volvieron gente que conoce un deporte que suele no generar interés, hubo un sin fín de entrevistas a clubes de barrio que se preguntaban por la trayectoria de un pibe que por fin va a ser top ten o cómo una jugadora hizo para llegar de la “qualy” a las semifinales en el Philippe Chatrier. Las palabras “Ace”, “winner”, “drop shot”, “slice”, “drive”, “revés” (como se ve, la mayoría de las mismas de habla inglesa) se hicieron al menos un poco más común que de costumbre.

No obstante, hasta ahí no podríamos entender nada porque, como fue dicho, acá no se trata necesariamente de explicar sino de sentir. Porque acá, estamos seguros, volvió algo más.

Volvió algo más que jugadores  y jugadoras que llevan la raqueta en la mano casi como una bandera. Volvió una manera de sentir distinta un deporte que suele asociarse (con implacable justicia) a las elites y las clases dominantes. Una forma de vivir lo que se cree opulencia de manera pasional: como cuando en el fino “Lawn Tenis” había que esperar para pasar al siguiente punto porque la muchachada estaba parada, con Diego como jefe de la barra, cantando que la Argentina es un sentimiento y que no podían parar. Volvió una forma genuina, afectuosa y no necesariamente perfecta de ver un juego. Volvió, como nunca, la “Legión Argentina”.

Formada con los primeros ladrillos del siglo XXI, esta Legión se construyó sobre la base del éxito bastante contundente del tenis argentino y de sus tenistas, que llevó a la bandera celeste y blanca a los podios de los ATP y a tener buenas actuaciones en la Copa Davis. Es el espíritu de un deporte que empezó a encontrar un poco de popularidad para dejar de estar reducido a un sector muy minoritario de la población. Es en esta semana que empezó a recorrer las redes esa impronta de locura divina que nos lleva a tomar como propia una disciplina no muy explorada, sin que lo desconocido se convierta en un límite para que seamos felices.

No casualmente, tal sensación provino de las tierras rojas parisinas, torneo de tenis de admiración rioplantense casi por antonomasia. La mezcla de la bohemia de la ciudad de las luces junto con ese polvo de ladrillo  con pique lento como el latido de las raquetas argentinas forman una combinación atrapante, que permite con mayor facilidad hacer propio el otra vez muy querido “Rolanga”. Allí, antes de la década con lustro de reinado español, o mejor dicho antes de la monarquía Nadalista, la legión tuvo a la Torre Eiffel como testigo de hazañas indudables. Un Guillermo Coria de una muñeca divina, casi sin huesos y articulaciones. Un Gastón Gaudio de una locura genial, divertida y pasional. Una final argenta 100%, no arruinada para nada por las anécdotas berretas de alguno que hace gala con pasión (ahí sí) de multitudes.

En la tierra en la que Woody Allen filmó con ironía la medianoche, vimos una Paola Suárez implacable, un Mariano Puerta soñador. También fuimos testigos de cómo Clarisa Fernández, David Nalbandian y Juan Martín del Potro buscaron limpiar flejes. Era una época en donde la televisión digital empezaba a dejar de lado los tonos desdibujados de la pantalla ochentoso-noventista que mostró el talento de Gabriela Sabatini, o las fotos en blanco y negro de un 77 sublime de Guillermo Vilas.

Pero lo de esta semana, indudablemente, huele bien más allá del perfume francés. Es revivir el dobles de Guillermo Cañas y Lucas Arnold contra Australia en el 2002 o el propio dos contra dos de meses después, contra Safín y Kafelnikov. O la vez que no hubo césped que frene la gloria en Australia. Acaso sensaciones parecidas al bronce de Paola y Tabarini en Atenas, o la Plata de Del Potro en pleno Río de Janeiro. Son las tardes del Parque Roca o incluso la angustia de aquella Mar del Plata en la que hizo frío cuando ya estaba el verano. Es la gloria reducida en un “sí la ganaste Fede” para un Delbonis que para siempre va a ser el que ganó el partido para levantar la (primera) Ensaladera de Plata.

Esta semana, Podoroska, Schwartzman y Fernández lograron ese cúmulo de sensaciones inigualables, tan profundas como inexplicables. Es como si algo cambiara. Como si llegara algo que no estaba. Pero, en realidad la pelota que va, viene y enamora siempre está ahí. Y somos nosotros los que gracias a estos pibes, siempre estamos volviendo.

Santiago Núñez

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