“El Cazador”, un melancólico ex delantero del Ferrocarril San Martín, recibe la noticia del asesinato de un joven fanático del club. Shockeado, lo primero que se le viene a la mente es que a ese hincha le debía su apodo. Novela por entregas, cada martes un capítulo nuevo. Escribe Lucas Bauzá. 

“Dale, pendejo… Te digo que se nos vienen y vos vas y te hacés el lindo allá arriba. ¡Andá a tirar rabonas a la concha de tu madre!”

El Negro Ramírez, Ferrocarril San Martín 1 – Puerto Nuevo 0 (2006)

  Tres horas después, con siete puntos en la mano izquierda y un dolor de cabeza que me había hecho vomitar en uno de los baños de la salita de primeros auxilios, entré a mi pieza con ganas de no salir nunca más. El Santo había pasado por la casa para retirar la camioneta chocada y le encargó a Totó que me dijera que yo era el tipo más hijo de puta del planeta. Después de avisarle lo del choque por teléfono, no me animé a escribirle y no tenía ni la más mínima idea de lo que había hecho una vez que se fue de casa. Demasiado tenía conmigo como para recibir los embates del Santo.  

  En calzoncillos, me tiré en la cama con cuidado, frente al ventilador. Había tenido un día infernal y la batalla contra el Gordo Corsa me estaba pasando factura en cada recoveco del cuerpo, pero también venía de cuatro días muy intensos. Cuando me quise acordar, ya estaba dormido.

-Shhh…

-¿A qué hora se durmió?

-Cinco, seis.

-¿Pero cuánto va a dormir?

-Dejalo, boludo, vamos.

-Che, Narváez. ¡Eu!

-Mm.

-Estamos en el patio con el Mosca, ¿venís?

-¿Seguís durmiendo, boludo?

-Sí. ¿Qué hora es?

-La una del mediodía. ¿Vas a comer?

  Me desperté sin saber dónde estaba, ni qué día era, ni qué carajo había pasado conmigo y con mi cuerpo. Miré la hora en el teléfono: eran las 15:17 del viernes 18 de enero. Y ahí me cayó todo el día anterior como un latigazo furibundo: el viaje desde Entre Ríos con el culo en la mano, la ausencia del Bola, el escape de Totó, el Pichi, el Mocoso, Miguelo, el guachín Maxi, el choque, la batalla contra el Gordo Corsa, la tribuna de jubilados, mi mano cortada, los dos fierros que bajé como pude de la Kangoo, el llamado al Santo, la salita del barrio, los vómitos, la enfermera, el regreso a casa en un remís, las ganas con las que miré la cama.

  Estaba todo roto. La cabeza ya no me dolía, pero aullaba si me rozaba el mentón, y lo mismo con una oreja, los nudillos de la mano derecha, el tajo de la mano izquierda y el tobillo de siempre.

  Prendí un cigarro de costado, fumándolo con el lado izquierdo de la cara, apoyado contra la almohada. No quería ni pensar en lo que le había hecho a la Kangoo del Santo, pero tampoco en el pobre Gordo Corsa, que debía estar tan maltrecho como yo o peor, y que encima quizás tenía mujer, madre, hijos, que me debían odiar aunque ni siquiera me conocían. Lo del Andén, me dije, era secundario, y visto a la distancia no había pasado la gran cosa: había comprobado que la gente de Las Tunas tenía la orden de marcarme la cancha pero hasta por ahí nomás, porque el Mocoso se había comportado como un señor, o más bien como un viejo conocido con el que había mutuo cariño y respeto; y lo del pendejito Maxi lo mismo, había sido una boludez sin mayor relevancia, y quizás era más preocupante las ganas que tuve de hacerle daño físico que lo que me había dicho.

-Sos más pancho, Valentín –balbuceé con dificultad, como un jubilado moribundo.

  También estaba lo del Bola. Y mi bronca con el viejo turro de Totó.

  Apagué el cigarro, tomé un trago de agua, meé y volví a la cama con la jarra nuevamente llena. Boca arriba, con los ojos abiertos, tanteé con suavidad las partes dañadas de mi cuerpo, y en el transcurso de esa cauta auditoría me quedé dormido.

  Volví a despertarme ya de noche. El mentón no me dolía tanto, y lo mismo el cuerpo, bastante livianito, casi como nuevo. Vacié la jarra de agua y prendí uno de los Lucky Strike que había comprado en el kiosco de la salita. El whatsapp estaba colapsado, como en los viejos tiempos.

  “Che, Narváez, estamos en lo de Juan cuidándole la casa con el Gordo. Cae si queres, nos llegó por ahí que te cruzaste en el vestuario con Zé Pequeño, viste que guacho atrevido”.

  “No me vas a preguntar qué pasó con la Kangoo no? Tranquilo que yo me arreglo, LA CONCHA BIEN DE TU MADRE”.

  “Hola, profe. Te vi en la plaza del centro hoy, eras vos?”.

  “Qué onda Lento? Cumple Tomy, metemos asado y después vienen unas minas. Seguís por acá o ya te volviste?”.

  “Me dijo Tomás que te peleaste. Qué te agarró boludo? Le quisiste romper el parabrisas con un matafuegos, estás loco?”.

-Chupame la verga, Juan. Vos y Totó chúpenme bien la verga.

  “¡Me contestás lo de la libreta, Valentín! ¿La tenés vos o no?”.  

  En el grupo de los pibes del Asunción tenía 417 mensajes, la mayoría en torno a la organización del cumpleaños de Tomy Sepúlveda. Mis ex compañeros de teatro, un grupo del que no me había querido ir aunque hacía dos años que no los veía, también estaban de festejo y con ganas de escribirse y mandarse audios. Y los muchachos del bicampeonato del 2010 lo mismo: unos días atrás había cumplido el Perro Weber y a la noche iba a tirar unas pizzas en la parrilla de su casa de Ituzaingó, con apenas cuatro confirmados.

  Barajé las ofertas, que eran cinco: ir con Fabricio y el Gordo; responderle a Lola, una portera del barrio Mugica a la que veía cada tanto, y cerrar un falso Netflix; o caer a uno de los tres cumpleaños y pasar la noche con los de teatro, los del bicampeonato o los del Asunción.

  Eran las nueve y media de la noche. Estaba hambriento como un lobo, caliente como un conejo enviagrado y con ganas de hablar de cualquier cosa que no fuera el Furgón.

  Me quedé haciendo fiaca mientras decidía. Entré a Twitter para mandarle saludos a Marcos Peña, a Sturzeneitor y al cara de verga de Hernani, me fumé otro Lucky e intercambié una tanda de insultos con un simpático señor que me acusó de vender mis convicciones por un choripán.

  Volví al whatsapp, busqué a Pucho, que me había mandado lo del cumpleaños de Tomy, y le avisé que en una hora estaba por ahí.   

  Tomy Sepúlveda alquilaba un departamento en Almafuerte Hollywood, como algunos llamábamos a la zona de bolichitos, cervecerías y torres del centro del distrito, pero hacía el cumpleaños en lo de la vieja, que tenía un alto caserón en Los Ceibos, uno de los tantos barrios cerrados de Lamarque.

-Documento y seguro del auto, por favor. Y apague el motor.

-Sí, jefe. Tengo contra terceros, ¿ese?

-Exactamente. Y apague el auto que no lo escucho.

  Le alcancé ambos plásticos.

-Si lo apago al carcamán este, por ahí se me muere acá.

-Dejeló entonces, no hay problema. ¿Motivo de la visita? –me preguntó, mientras marcaba un número en un inalámbrico y de reojo me carpeteaba la nave.  

  Vengo a olvidarme por un rato de todos los quilombos que tengo, de que Macri gobierna el país, de que le choqué la camioneta a un amigo, de que no sé qué contestarle a una chica que me gusta, de los fierros que tengo guardados en casa, del gil que tengo que ir a apurar en unos días, de las dos lucas que me quedan hasta el quinto hábil de febrero. Vengo a ponerme bien en pedo con gente que quiero y que no me ve como El Cazador, maestro.

-Amigo del hijo de la señora –respondí, pero no hacía falta.  

-¿Sí? Está el señor Rodríguez en la puerta. ¿Le digo que pase? Perfecto. Adiós, caballero –lo despidió a Tomy y cortó–. ¿Sabe cómo llegar?

-Sí.

-Bueno, que tenga buenas noches –me deseó, dándome los documentos.

-Lo mismo, hasta luego.

  Los pibes estaban en el quincho, ya de sobremesa. Eran siete, pero seguirían llegando durante toda la noche. Tres de ellos, Caio, Nico Alcorta y el Blanco, acababan de volver de Mar del Plata; Tomy se había quedado a laburar en su restorán; el Fercho y Martín viajaban a Pipa con sus respectivas mujeres en la primera quincena de febrero; y Pucho no se había movido de Buenos Aires porque con su novia esperaban un hijo para marzo.

-¿Qué onda, los gatos?

  Di una ronda de abrazos y me ubiqué al lado del Blanco, con una lata de Amstel en una mano y un cigarro en la otra.    

-¿Cómo está eso, Lento?

-De diez, todo tranqui, Blanquito. ¿Vos qué contás?

  En Lamarque yo no era ni Valentín ni el Cazador. Era el Lento, gracias al pedazo de sorete de Vicentico, un profesor de Informática que en mi primera semana como alumno del Instituto pasaba por mi computadora y decía “Va lento, va lento”, haciendo un juego de palabras con mi nombre y mi impericia para resolver sus ejercicios de mierda. En la escuela del barrio había tenido Informática en 7° grado, donde lo único que hacíamos era dibujar teclados en hojas A4, pero eso el malparido del profesor no lo sabía y yo no pensaba hacerme la víctima, aunque involuntariamente su forreada me terminó ayudando: cuando les conté a los pibes en qué consistían mis clases de Informática, me gané las primeras muestras de simpatía y a partir de ahí la relación se hizo más fácil para todos.  

-¿El Santo? Lo hubieras traído a jugarse unos trucos –se lamentó Caio, que se llevaba diez puntos con Santopietro. 

-No, ni idea qué onda –mentí.

  Por suerte, todavía me estaba acomodando cuando llegaron el Pepi López y Franquito Vespa, y pude salir de los reflectores para dedicarme a comer unos matambritos fabulosos y a escuchar en qué andaban los demás.   

  A las doce ya éramos más de quince vagos. Los Tres Chiflados habían capturado el parlantito y estaban dándole a unas flores a unos metros del quincho; seis se habían quedado a truquear en la mesa; Tomy y Mattio estaban hablando apartados; y los demás, el Pepi, Pucho, Franquito Vespa, Nico Alcorta y yo estábamos en la pileta, debatiendo qué era peor: si irse a la B o perder una final de Libertadores contra tu clásico rival.

-Por mí se pueden ir los dos a la concha de su madre. Pero Boca perdió y se la bancó como un duque.

-¿Ah, River no?

-Uh, ¿siguen con eso? –se quejó Fercho, drogado como una ameba, arrimándose a la pileta y ubicándose junto a Nico Alcorta– No sé para qué se preocupan tanto, si son veintidós millonarios y no te dan un peso. ¿O ganan algo preocupándose?

-Este es un pelotudo –lo definió Franquito Vespa, asomado como un castor desde el agua.

-Sos más gil, Fercho –lo sacudió Nico Alcorta–. Si yo tengo mi trabajo y la gano en otro lado, ese argumento es una idiotez.

-¿Además qué tiene que ver que sean millonarios? –tiró Pucho.

-Mal, boludo –le dije, desde la otra punta de la pileta–. Cerrá los cantos y traeme una lata.

-Traetelá vos, pancho.  

  Los cargosos de Bover siguieron con lo suyo. Salí del agua a buscar una lata, vi una ronda de pica a pica de la que salieron chispas, y a la vuelta me encontré con que los de la pileta habían cambiado de tema. Por instinto de supervivencia, me ubiqué en la escalerita, semicubierto por Pucho, a esperar con ganas los primeros misiles. Eran cuatro macristas contra un kirchnerista y medio.

-Para mí esto va a ser así –seguía hablando Pepi, Subsecretario de Industria del municipio–: Macri-Vidal-Casares o Lavagna-Vidal-Casares.

-Me gustaría Lavagna –dio su parecer Franquito Vespa.

-A mí me gustaría Vidal de presidente, hizo un buen trabajo sacando a las mafias –tiró el cabeza de tacho de Fercho.

-¿No la ves a Cristina, Pepi? –pregunté.

-No, Lento, ni en pedo. Ya fueron.

-No existe más el kirchnerismo.

-Cristina perdió con Bullrich, no hay chances que gane un ballotage. Es como Menem en su momento, lo mismo. Lo único que está negociando la chorra es para no ir presa, eso le preocupa –analizó Pepi.

-Para mí Macri no gana ni en pedo, pero bueno.

-No vuelven más, Lento –seguía Fercho.

-Igual hay que ver con quién llegaría Lavagna… El problema no es él, igual que Macri, el problema es con qué gente viene atrás.

-¿Y acá en Almafuerte? –dije, con las antenas funcionando al ciento por ciento.   

-Acá estamos preocupados –se animó a confesar Nico Alcorta, a quien su hermana lo había colocado en un puestito de Cultura.

-Más o menos –aclaró el Pepi–. Ahora con Beto por ahí cambia, es alguien que tiene un peso relativamente considerable.

-¿Beto Pérez?

-Se pasa al vidalismo, sí –respondió Nico Alcorta, para luego sumergirse debajo del agua.

-¿Pero para qué, Pepi?

-Y… Ahí hay una de dos: o

-Lo compran, Lento –se metió Fercho.

-Eso ni hablar –siguió Pepi–: o los números que manejan no son los que dicen, y la cosa está complicada de verdad, o sea que salieron a buscar votos de donde sea, o Beto se hinchó las pelotas del Armenio Mouratian.

-¿Entonces el Armenio tiene la manija, no? –intenté confirmar lo que me había dicho Ezequiel una semana atrás.

-Sí, obvio. Pero el lunes pasado se pudrió mal, estos negros son tremendos, boludo… Hicieron un acto en una placita de Sargento Rivera y estaban todos, y uno de los que está con el Armenio, que no sé de dónde salió ni quién es, agarró el micrófono y tiró adelante del Beto que había muchos deportistas en Almafuerte, mucha garrocha o algo así… No, no, unos zarpados. Y uno del Beto saltó y se terminaron cagando a trompadas mal, todos contra todos…

-Qué villeros que son –los despreció Fercho, nieto de un milico y antiperonista desde que su padre estaba en los huevos de su abuelo.  

-¿Rompieron sí o sí el Beto y el Armenio, Pepi? –pregunté alarmado, con ganas de encontrarme esa misma noche con el traicionero, mentiroso y mala leche de Ezequiel.

-Sí, está el video. Buscalo y vas a ver cómo se dieron.

-Buscalo, a ver –le pidió Pucho a Franquito Vespa, idiotizado en Instagram a un costado de la pileta.

-Pará.

-Después lo vemos –dije, ansioso por saber más–. O sea que si el del Armenio la tiró, esa de la garrocha, es porque ya sabía que el Beto estaba a punto de irse con el PRO.

-Seguro –confirmó Pepi.

  Ezequiel Cóceres se había reunido conmigo sabiendo que su jefe político estaba a días de blanquear que se había pasado a las filas de Mateo Casares y los Driscoll.

-Pero si acá –formuló a medias Nico Alcorta.

  Lo interrumpió un griterío que venía del quincho. Miramos en esa dirección y nos encontramos con lo de siempre: se había picado la mesa del truco y dos andaban a los manotazos. Nada grave.

-Che, Pepi –intenté cambiar de tema a medias–: ¿qué onda los Sánchez Morando, los junás, no?

  Pepi tomó un trago de Coca Cola y miró en dirección a la casa.

-Augusto es un tipo honesto, yo no tuve mucho contacto con él pero sé que trabaja bien,  es honesto, no lo…

-A mí me llegó que es alto garca.

  Nico Alcorta largó una carcajada desde el agua, a mitad de camino entre Pepi y yo.

-Estás en pedo, Lento –se ofendió el bueno de Pepi, una de las personas más honestas, capaces y trabajadoras que conozco, y se metió donde yo necesitaba que lo hiciera–. El hijo sí, Matías es tremendo falopero.  

-Tute decís.

-Ah, ya sé de quién hablan –tiró Nico Alcorta.

-Matías, y… A ver… –trató de buscar las palabras Pepi– Es increíble ese flaco, nada que ver con el padre. Nada literal.

-¿Por?

-Porque…

-Contá, gato, queda acá.

-No, eso ya sé… Pero… Turbio ¿viste? Se mueve como si nada, encima, anda por ahí y no sabés qué es lo que hace, por qué está ahí, en los lugares menos pensados… Y por ahí a mí me toca agarrar algo, ver que está hecho para el orto, porque claramente decís… “Che, pero flaco, esto está mal hecho, acá hay olor a mierda”, y ves que está metido este pibe.

-¿Y no podés hacer nada? –preguntó Fercho.

-Te explico lo que pasa: Mateo no puede controlar todo, le encantaría pero es imposible, y lo que por ahí tiene Matías es que va y se sienta con cualquiera, anda con los negros como si nada, qué sé yo… A mí en el Parque me tocó mirar para otro lado y no lo podía creer, había un villero de Hernandarias, no sé, un cabeza que sacó una torta de dólares no sé de dónde y vino a instalar una fábrica de plásticos que no se podía habilitar de ninguna manera, una villereada, pero como estaba este pibe metido en el medio, nada, vino mi jefe y me dijo “Pepi, hacete el boludo porque no se lo puede tocar”.

-No sabía esa movida, Pepo –comentó Nico Alcorta.

-¿Y entonces qué onda?

-Y nada, sabés cómo fui a hablar con Mateo al otro día ¿no? Le dije “Mateo, una más de estas que me hacés hacer y me voy”. No, no, es un negro ese Matías. Ves las historias que sube y decís “No, no, no, a ese flaco lo van a secuestrar en cualquier momento”.

-Encima es de buena familia.

-¿Él estuvo metido en el Hogar de los viejos, no? El de la Roca –dije, tratando de imprimirle a mi tono de voz la mayor indiferencia posible.

-¿Y vos cómo sabés eso?

-Ah, ¿viste, gato? Tengo contactos en todos lados.

-¿Qué onda, gato, qué onda? –preguntó Nico Alcorta, que solo había escuchado una parte porque se había ido a buscar varias latas.

-Nada, una villereada que se quieren mandar –se lamentó Pepi.

-Contá, boludo –lo pinché, abriendo la séptima fresca de la noche–. Si ya sabemos que ustedes también son altos pilluelos.

-Chupala, Lento –me atacó Fercho.

-¿Qué chupala, boludo? Más que villereada, una linda cheteada podríamos decir.

-Ustedes se robaron dos PBI, Lento. La Porota se robó dos PBI, mirá si… 

-Pero cerrá el orto, cabeza de poronga.

-Estamos manteniendo quince millones de negros por gente como vos.

-Bueno, fue –calmó Nico Alcorta.

-Ese terreno vale cuatro millones de dólares, Lento –siguió Pepi, alguien con quien podía hablar un año entero sin discutir, luego de haber rechazado con un gesto las boludeces que estaba diciendo Fercho–. Y está apto para hacer un barrio cerrado de treinta lotes. A ciento cincuenta mil dólares el lote, hacé la cuenta.

-Cuatro millones y medio de dólares –calculó Pucho.

-Ahí va, cuatro y monedas. ¿Y hay? ¿Cinco abuelos y un casero? ¿Diez abuelos?  

-También podrían hacer otra cosa, darle vida… Poner una plaza –opinó Franquito Vespa.

-Esto es como pasó en New York o acá mismo, en algunas partes del centro.

-Gentrificación.

-Pura. Gentrificación, no busqués otra explicación porque no la hay.  

-Ahí empezaron a hacerse los intelectuales –comentó Franquito Vespa.

-Chupame bien la chota, Franco –le respondió Pepi.

-No, y encima –traté de profundizar, pero no pude porque otro revuelo llegó desde el quincho: los de River le habían ganado el truco a los bosteros y cantaban una canción sobre la base de “La Chola” de Los Palmeras.

-Te vas a tener que mudar a Camboya, Pepi. Están zarpados de ojetudos estos gallinas.

-Ni me hablés, boludo.

-Esta buena la canción –comentó Pucho, un simpatizante de Boca que miraba al fútbol y a la política con una candidez envidiable.

-Che, pará, no me dijiste quién estaba en esa jugarreta.

-¿Sabés quién le habrá echado el ojo, no?

-No –murmuré.

-¿Quién va a ser? El hijo de puta de Milman, el de la inmobiliaria. ¿Y sabés con quién anda Matías Morando? Con Delfi Milman.

-Alta perra –observó Franquito Vespa.

-No la tengo –dije.

-Iba al Borges de Almafuerte, Delfi. Es una grasa…

-Qué grasa –la defendió Nico Alcorta–. Tremenda cachorra, Delfi Milman.

-Por eso Matías es lo que es, un villero de mierda –siguió Pepi.

-Mirá lo que es, Valen –dijo Nico Alcorta, mostrándome una foto en Instagram. Era una rubia hecha de plástico, una Barbie pero más exuberante.

-La parto –se babeó Fercho, acercándose al teléfono.

-Mal, boludo –murmuré, sobreactuando la impresión–. Che, pero Pepi –cargoseé, en un fugaz mano a mano que se armó porque los demás seguían viendo fotos y videos de la hija del zar inmobiliario de Almafuerte–: ¿cómo se arma una transa así?

-Es que tarde o temprano se arma, no importa. Es así el sistema, Lento. Mirá acá: somos la mayoría de Lamarque, y salvo dos o tres, ninguno puede comprar una casa o un terreno. Tres, a lo sumo. Y laburamos desde que tenemos dieciocho años.

  Hice un vistazo rápido al resto de los pibes: salvo Pepi, el que no estaba drogado estaba borracho. Calculé a ojo a cuántos les daba la nafta, entre herencias y capital propio, para comprar una tierra en una de las localidades más exclusivas del Gran Buenos Aires: Caio, Pepi, Fercho y quizás el Blanco. Algunos quizás recién podrían hacerlo en diez o veinte años, y en el mientras tanto tendrían que alquilar y prenderle una vela al país. Y otros, como Pucho, Franquito Vespa, Nico Alcorta o yo, no teníamos ni para comprar un paquete de tutucas.     

-Sí, tres, cuatro con toda la furia.

-Cuatro, te lo acepto. Cuatro de veinte flacos, y el resto se tiene que mudar a Pilar, a Almafuerte, a San Miguel, ni siquiera a Bella Vista porque es tan caro como acá. O sea, y ahí lo mismo. Te corren, la misma acumulación de guita te va corriendo, ¿no viste que los bomberos se tuvieron que ir, que estaban enfrente de la plaza y terminaron en la entrada del Mugica?

-Es un pijazo que pase eso.

-Pero es lo que hay, nos guste o no.

-No, eso sí, lo que nos guste a nosotros importa tres carajos –cerré con melancolía.

  Caio y Damián, ya desenganchados del truco, se arrimaron a la pileta. El flamante club de fans de Delfi Milman se disolvió.

-Che, hablando justo de esto me hiciste acordar –comentó Pepi, luego de una breve exposición de Caio acerca de su raid amoroso por Mar del Plata–. Pero lo mismo que hicieron con los viejos lo quieren hacer con una de las canchas de la zona. Te lo iba a decir pero me olvidé, se me pasó, encima ni me acuerdo dónde fue que jugaste.

-El Lento jugó en el Ferrocarril, hijo de puta –aclaró Caio.

-Bueno, son todos unos muertos jaja –respondió Pepi–. No, joda. Pero la cuestión es que no sé, porque no sé cómo estará eso, pero quieren sacar una de las canchas de la zona. O sea que te vas a tener que mudar.

  Estaba nublado de alcohol, eufórico y alegre.

-La chota me voy a mudar.

-No jodás con eso, Pepi –lo retó Pucho.

-Es un chiste, Lento, yo ni idea de los clubes de la zona.

-Claro, encima es hincha ¿o no, Lento? –se preocupó Caio– Ahora vengo.

-Una onda San Lorenzo, Comunicaciones, algo así –trató de entender Pucho.

-Claro –comenté aturdido.

-¿Cuántos clubes son, Lento? –preguntó Pepi– Sí, es un proyecto así.

-Dos –respondí–. El Atlético y nosotros.

-Tres –agregó Pucho–. Está el Deportivo Hernandarias.

-Bueno, tres. Yo decía de acá de Almafuerte.

  Prendí un cigarro. Lo de Pepi comenzaba a asustarme.

-¿Pero cuál es la cancha, boludo? Nosotros somos el Ferrocarril, estamos justo en la estación Barrio Ferroviario. Y después están los del Atlético, en Almafuerte Sur, y el Deportivo Hernandarias cerca del centro de Hernandarias.

-No, posta que no sé, boludo. No sé.

  Tomy apareció a mis espaldas.

-En diez caen las minas –dijo.

-¿Quiénes vienen? –preguntó Fercho.

-Las compañeras de laburo de Magui y unas que pegó Caio.

  Lo del Andén tenía que ser un error.

-Che, Tomy –le pregunté–. ¿Me bancás una bermuda de tu hermano?

-Sí, boludo, vení.

-Voy. Ahí voy, dame cinco.

-Dale.

  Apagué el cigarro. Pepi estaba escribiendo un mensaje.

-Che, pero Pepi ¿vos cómo te enteraste de esa onda?

-Por una compañera de trabajo –respondió, con la mirada en el teléfono–. Justo estaba a punto de vender la casa, que supuestamente está enfrente de una cancha, y le dijeron que espere dos años que la zona va a valer cincuenta por ciento más.

-¿Pero dónde vive, boludo? –se metió Pucho, uno de los pocos que había ido a verme jugar.

-No, ni idea –contestó Pepi, dejando el teléfono a un costado–. Encima está bárbara, es una pendeja, y me acordé ¿sabés por qué? Porque dijo algo como “por fin vuelan a esos negros del orto” o algo así jaja. Y me acordé de vos, dije el Lento la escucha y se la come cruda.

-¿Le podés preguntar dónde vive? –imploré, imaginándome que los Cardozo y la intendencia de Hernandarias habían decidido chuparle hasta la última gota de sangre al pobre Deportivo del flaco Cucho.

-El lunes te averiguo.

-Pero por la tuya, hacete el gil que a vos te sale bien.

-Sí, me entero sin tener que preguntarle a ella.

-Joya. Joya, che –me acaricié el mentón y me acordé de la pelea contra el Gordo Corsa. Más allá del arrepentimiento, en ese momento me hizo sentir bien saber que había ido al frente–. ¡Ah! ¿Quién le tiró el dato a la mina?

-¿En el club no saben nada, Lento? –preguntó Pucho, pisándome la pregunta.

-Bánquenme –dijo Pepi, otra vez con el teléfono.

-No, creo que no. Por eso, debe ser el Deportivo Hernandarias, está en pleno centro… –le respondí a Pucho.

-Cagó fuego decís.

-Sí, cagó el Violeta.

  Un par se acercaron a la pileta, donde apenas quedábamos Nico Alcorta, que seguía nadando como un sábalo, Fercho, Pepi, Pucho y yo.

-¿Vamos para el quincho, che?

-Ahí vamos –respondí.

  Pepi se guardó el teléfono en el bolsillo.

-¿Qué me habías preguntado, Lento? Disculpá, pero el que entró de supervisor en el Parque Industrial es un tarado que no tiene idea de nada.

-No, te decía que quién le dijo a la mina que no venda la casa.

  Pepi rodeó la pileta y se acercó a nosotros. El único que le prestaba atención era yo. 

-Un pajero, un secretario de Driscoll. No sabés lo que está la mina, estos giles hablan de Delfi Milman y no entienden nada.

-¿De Driscoll cuál? Guillermo.

-Sí, el de Obras Públicas. Guille.

  Me puse de pie.

-No te olvidés de avisarme eso, por favor.

-El lunes te escribo, Lentito.

-Ahí están las minas –susurró Mattio a mis espaldas. 

-Uy, chabón.

-¿De dónde las saca Caio?

-Qué sé yo, pero mirá lo que son… Mirá la morocha, boludo, la de vestido verde.

-La de jeancito y remera blanca es un bombonazo. 

  Cuando me di vuelta vi a diez chicas radiantes, que debían andar por los veinte años, cruzando el parque de la casa rumbo al quincho y dejando un surco detrás. Rajaban la tierra. Y todavía faltaban las compañeras de Magui.

-Este Caio es Pancho Dotto, boludo.     

-Mal.

  Era tarde para cambiarme. Iba a tener que salir a la cancha con las bolas mojadas, shorcito de Rosario Central, remera negra de los Strokes y ojotas con la cara de Arnold, el Cabeza de Balón.

  Nico Alcorta, panzón, mojado y peludo, con más entradas que el Camp Nou y un par de tatuajes verdosos en los brazos, me miraba como diciendo “¿Pero qué es esa cara de apichonado, Lento, si ganamos partidos más jodidos que este?”.

-¿Cuál es la de Caio?

-No sé, Nico. Vamos al rebote y vemos –cerré con optimismo, pero consciente de que venía con la pólvora mojada.      

Lucas Bauzá

Diseño de imagen por Lucas Vega, pueden encontrar más sobre él en Estudio Bosnia.

Ilustraciones en el texto por Nach.

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