“El Cazador”, un melancólico ex delantero del Ferrocarril San Martín, recibe la noticia del asesinato de un joven fanático del club. Shockeado, lo primero que se le viene a la mente es que a ese hincha le debía su apodo. Novela por entregas, cada martes un capítulo nuevo. Escribe Lucas Bauzá. 

“Salí para entrar, Valentín. Amagá dos pasos para acá y ahí picás solito para el arco.”

Fito Vargas, ejercicios de finalización (2007)   

  A la mañana siguiente, entusiasmado, hablé con Cucho. Anoté en un papelito los nombres que él tenía en mente para las divisiones de abajo.

-Perfecto.  

-Otra cosa, flaco… Si estos días estás al pedo andá a vértelo al Indio Bazán, lo largaron en diciembre.

-¿Al Indio? ¿Pero le digo que estamos juntando gente para las inferiores, Cucho? 

-¿Estás loco vos? No, te lo decía como compañero, cuando tengas un tiempito pasá a saludarlo, pobre Indio. 

-Ah, dale. Paso esta semana misma, no tengo un carajo que hacer.  

-A tu viejo lo quería mucho, ¿te acordás?

-Obvio, Cucho.  

-Tengo entendido que volvió al Fonavi. Los debe junar a los de esa barrita que metió el Chelo, por ahí te tira algún dato que te sirve.

  Luego, por Whatsapp, toqué varias puntas para ir al próximo partido de local, pero solo convencí a Chiquito Ruiz, zaguero suplente en el bicampeonato del 2010 a quien Cucho veía como DT de las infantiles, y al Rusito Casá, predispuesto a escuchar el ofrecimiento de los pibes a cambio de futura publicidad. Al mediodía frené para comer fideos con salchichas. Sabía que Ezequiel no aparecería y, efectivamente, no apareció.

  El sábado a la mañana, el Ferrocarril empató contra San Martín de Burzaco. Dos días después, desayunando en el bar del Santo, miré la tabla en el Crónica: Juventud Unida 37, Claypole 36, Ferrocarril, Centro Español y Atlas 32, los comeanguila 30.

-Asciende uno y cuatro van al cuadrangular por el segundo ascenso –me explicó el Santo.

-Ajá. Es clave con Claypole.   

  Tenía libre toda la semana. En los momentos en los que no estaba mirando el teléfono para ver si Jazmín me escribía, me dediqué a revisar planificaciones, nuevos autores, la carpeta de fotocopias, y rastreé un par de buenos documentales para cuando llegara el momento de volver a las aulas. Estuve a punto de anotarme en los listados oficiales, pero lo postergué.  

  El viernes a la tarde, después de una siestita de la que me levanté convencido de que Jazmín no me llamaría jamás, subí a la Kawasaki y encaré para Hernandarias bajo un sol que pelaba. El Indio Bazán, un 5 raspador que le debía el apodo al histórico 9 de Almirante Brown, y que se estaba retirando cuando yo recién comenzaba a entrenar con la Primera, había sido jugador de día y chorro de noche; en el 2009 le había tocado perder en un asalto al bingo de Hurlingham, y desde ese fatídico día hasta el último diciembre había estado preso, mayormente en el penal de Madariaga.

  En cuero, sin casco, con un shorcito rojo del Furgón y unas Converse negras rotosas, disfrutando de la impunidad de no ser un docente de la zona que debía dar el ejemplo las veinticuatro horas del día, crucé Almafuerte como si estuviera filmando “Mad Max 5” y llegué a la polvorienta estación de Hernandarias en veinte minutos. Pálido, ojeroso y delgado como un palo de escoba, lo encontré en el final del sucio andén contrario a Capital, sentado en un banquito, debajo de una noventosa y carcomida sombrilla de Pepsi, con una botella XL de Doctor Lemon con vodka a sus pies. Tenía una pequeña parrilla a su derecha, donde había una docena de tortillas apiladas y una colonia de moscas pavoneándose entre los últimos débiles hilitos de humo. Al rayo del sol, junto a un viejo compañero que tenía una claridad pavorosa para describir un mundo de terror que apenas le estaba dando un respiro, no tardé nada en quedar dibujado como una caricatura. Los años de cárcel le habían deteriorado la dentadura y el espíritu risueño. Hablaba con un tono bajo y cauteloso, como si todavía estuviera encerrado.  

  A la altura de la cuarta botella, con el recodo de la estación donde paraba el Indio hecho un hormiguero de laburantes que iban y venían indiferentes a su lúgubre comercio, me preguntó por el Zurdo Daniel y el resto de los pibes de Las Tunas. Yo le respondí que a ellos se habían sumado Aníbal Docabo, el Toti Gauna y un grupo de tipos que no tenían relación con el club. Le resumí el episodio del 2010, la masacre con nuestra propia gente.

-Ellos son de acá –me explicó, aburrido–. ¿Están con el Jere, el Niño Rata, el Pitu Rueda?

-Sí. ¿Los conocés a todos?

  Me miró medio torcido. En sus pupilas vi rencor y lástima, como si estuviera mirando a un cordero extraviado en un matadero. 

-El Toti es un sicario de la concha de su madre, Gustavito –me comentó a centímetros de mi cara, llamándome por el diminutivo del nombre de mi viejo–. Conocido de la gorra, eh, de los políticos.

-¿Laburaste con él, Indio?

-¿Yo? No, no. Él tiene a su gente, jamás arreglamos algo. Si nos vemos es un “Ah, ¿qué hacés, Toti?”.

-¿Y a Docabo?

  Con un cigarro en el centro de la boca y los brazos en v, tomándose cada hombro con la mano opuesta, echó el humo por las comisuras de los labios y me miró feo, como desconociéndome.  

-Andá pagate un doctorcito más, Gusti –me mandó.  

  Ya de vuelta con la botella, repetí la pregunta.

-Con Patán nos conocemos del Fona –habló con desdén, alcanzándome un pedazo de tortilla fría.  

-¿A Docabo le dicen Patán?

-Le decían.

  Chasqueó la lengua, extraviando la mirada quizás involuntariamente, y después del primer trago manoteó mi atado de cigarros. El Fona es el Fonavi, un conglomerado de torres realizado por el gobierno de facto encabezado por Lanusse en distintos puntos del país. El de Hernandarias es una república separatista, un país dentro de otro.  

-Jugábamos a la balón, torre contra torre… Él era torre 8 y yo de la 17. Altos partidos salían, Gusti, siempre terminábamos a los ganchos. La 8, la 3, la nuestra, la 1 bis –enumeró con sus delicados dedos, saturados de anillos–: esas eran las más pesadas. En la 1 bis paran muchachos de River de toda la vida, gente de los Borrachos.    

-¿Vos te agarraste con Docabo alguna vez? –le pregunté, cada vez más interesado, mientras le devolvía la botella.

-Mil. Mil veces. Todo el mundo se sacudió con Patán, si era un demonio. Yo lo que sabía era que estaba en… ahí, en… ¿Cómo es? En Vélez, pero del Ferrocarril no sabía nada.

-Sí, está en Vélez también.

-Desde guacho que va. Con seis, siete años ya se rajaba… Solo se iba, cazaba el tren y a la cancha derecho, si se crió como los perros el limado.

-Se ve.  

-Y sí, ñeri, sí que se ve. Andaba en un carro con un ciruja que se parecía a Pierre Nodoyuna, ¿viste?, el de Los Autos Locos, y ahí algún turrón fue y le puso Patán.

-Ah, mirá.

  Despachó el resto de la botella con un largo trago, se corrió una mosca de la cara con un movimiento que daba cuenta de la fatiga que le provocaba la vida, y se acomodó en su banquito

-Dicen que el viejo se lo… –hizo un circulito con dos dedos de la mano izquierda e introdujo repetidas veces el índice de la derecha–. Dicen… Se sabía, viste los puteríos que se arman cuando las viejas no tienen nada para hacer… Ttt… Se lo re puerteaba el viejo violeta, boludo –festejó, ya con la lengua chapoteando en la boca y los ojos caídos.

-Jodeme, Indio.

-Andá a decirle ahora que se lo culeaban de guacho… O decile Patán nomás… Te corta el cogote antes de que termines de hablar… Vos sos pillo y somos ñeris, Gustavito, no se te va a escapar esto que te conté, eh…

-No, ni en pedo. ¿Tan pesado es, che?

  Tosió con ganas.

-Un enfermo… –armó un pollo verde y lo largó entre sus zapatillas. Se paró con dificultad y comenzó a caminar hacia las vías. Se quedó con la mirada perdida en el lejano punto amarillo que venía desde Retiro–. Bien de guacho se paraba de manos con pibitos más grandes, de catorce o quince, y… los desarmaba… Pero si cobraba, después te agarraba solo y te partía un ladrillazo en la frente, y ahí si lo dejabas te rayaba la trucha contra el pavimento de la calle, o a más de un otario que lo pinchó con un vidrio… Y después encima se infló bien copado… –volvió a escupir, esta vez sobre las vías, y se acercó a su banquito con lentitud, con las manos en la cintura–. No, si para en Vélez y anda por la Gardel es él, eh. Patán es él. Y allá en Fonavi mandan ellos, la famosa torre 8. ¿Vos sabés andar por aquellos lados?

-No, Indio –le respondí, mientras se desplomaba a mi lado.   

-Mejor, ni vayás porque eso es Río de Janeiro. Tenés que entrar con un tanque de guerra, bola, porque te chetea el más logi, nada que ver a lo que era. Es Río de Janeiro, igualito, como te cuento… Yo voy de mi vieja, ¿viste?, voy de mi vieja y te digo que a mí me da miedo, a mí, si los guachos están re zarpados de narcos, y el que no se hace el mexicano la va de guatemalteco, o de qué sé yo… “Es colta, mi pana” así te hablan esos giles, sin respetar a nadie. No a mí: a nadie te respetan, allá abajo se te para de manos el más pararulo, y si te les plantás vienen de a quince y te prenden fuego el departamento.

-Mal ahí –murmuré, ofreciéndole otro cigarro.

-Mucha falopa de temprano, Gusti, muuuuchaaa… Ahí a los ocho años ya están con el porrito y la birrita, con el poxi, con la pipita –decretó el Indio, que al principio de la charla me había confesado con dolor su fulera adicción por el Rophynol, que conseguía más fácil adentro que afuera–. ¿Sabés qué, mi vieja, si le llegaba a caer con olor a porro antes de los trece años? La de patadas en los dientes que me hubiera dado…

-Y sí, me imagino.

-Pobre, igual, con las que le hice pasar –se lamentó, rascándose un tobillo y echando humo por la nariz como una vieja locomotora al límite, cansada de andar arrastrándose con un millar de vagones a cuestas–. ¿Sale otro doctorcito, no? Es rica esta mierda, ¿viste que te dije?

  El partido arrancaba a las cinco y cuarto. Los pibes se habían reunido al mediodía en lo del Gordo Leandro. Con el Santo quedamos en que lo pasábamos a buscar con Totó menos cuarto. Chiquito Ruiz y el Ruso Casá iban por la suya. Cucho estaba con la Cuarta del Deportivo en Cañuelas.  

  Cinco menos diez toqué el timbre. Era una tarde ideal para jugar a la pelota: un sol ameno, clima seco y sin viento. Totó estaba con un gorro piluso del Furgón del año del pedo; el Santo, con una casaca mangas largas de la década del 90 que había heredado de su viejo; y yo, con la 8 del Comandante Figún, marca Dana, blanca con dos tiras rojas y amarillas.

  Los dos micros escolares de Claypole estaban estacionados a unos metros, custodiado por dos patrulleros vacíos. Antes de atravesar el playón había tres cobanis haciendo el cacheo, dos hombres y una mujer, otros dos vestidos de civil y armados con escopetas recortadas, de pie junto a una valla, y dos hinchas con las entradas en la mano. De fondo sonaban los primeros bombos y redoblantes del barrio Las Tunas, los gritos de los preparadores físicos y la música de Damas Gratis desde el parlante que se encuentra en el techo del buffet.  

-Atento, oficial, que llegó la pesada –nos recibió minutos después el negro Lebrón, un buche de Cuco, que se encontraba en el medio de la calle con un sargento cincuentón de figura recia y cara rosada que parecía al mando del acceso.

-¿Qué hacés, mamadera? –lo saludó a la distancia el Santo, debajo mío, mientras nos acomodábamos en la fila de la boletería. Había unas diez personas, de las cuales solo reconocí a dos. 

  Le saqué charla a Totó para relajar la tensión, ya activada ante el primer mínimo encontronazo con Lebrón. Sabía que podía ser una tarde caliente.

-Dos vitalicios y un invitado –le dije a la gorda apostada en la boletería, alcanzándole los carnets de los otros, y pagué mi entrada.

  Nos desplazamos hasta la zona del cacheo. Apoyé las manos contra la pared, tenso y paladeando la adrenalina que ya comenzaba a invadirme, mientras el Santo y Totó eran revisados sin el mismo rigor. Lebrón, sin moverse, volvió a levantar la voz.

-Tantéelo bien a ese, cabo, mire que se comenta que es transa.

  Sonreí con ganas por la ocurrencia. Él sí lo era, desde un kiosquito del otro lado de las vías.

-¿Seguís vendiendo chupetines a las tres de la mañana, Lebrón? –pregunté, y de pronto sentí la mano del cobani apretándome la cintura con más fuerza.

-Sí, cada tanto viene tu hermana a comprar.

-Te habrás confundido –saltó el Santo–. Mirá que es tu señora la que anda diciendo que vendés de todo menos chupetines. 

-Todas las noches llegando tarde, negro, parece un desfile tu casa –me sumé, dándome vuelta y mirando a los dos mulos que se creían, con algo de razón, los dueños del barrio. 

-Y ella se siente sola, pobrecita… –siguió el Santo, sacándole una sonrisa al gorrudo de cara rosada.   

-Cerrá el orto, Michetti –le contestó Lebrón. 

-Encima ahora se viene el frío, está especial para cucharear con la gordita –se relamió el aludido, frotándose las manos.  

-Tomatelás, dale –me dijo el gorra del cacheo, corriéndome con un brazo.

-No vas a gritar los goles del Tambero, bigote, disimulá un poco –me despidió el cara de pija de Lebrón.

-Si habrás gritado los goles de este, negro infeliz –lo atacó Totó, luego de haber traspasado el portón.

  El siguiente en cruzarnos fue el Pupi, de pie junto a los baños, que nos recibió con un leve cabeceo. Bordeamos la pared de los vestuarios. Saludamos al puñado de hinchas que revoloteaban cerca de la puerta que los separaba de los planteles, y caminamos con lentitud hasta el buffet. Fabri y el Mosca, acodados en el mostrador, hablaban con un puñado de vitalicios. Totó se quedó con uno de ellos, y después de la ronda de saludos le pedí tres choris al Colorado Mazo, histórico buffetero del club.

  Con la espalda en el mostrador, miré el panorama: unas ciento cincuenta personas desperdigadas en la platea “César Figún”, setenta u ochenta en la popular, que todavía esperaba por el grueso de Las Tunas, y ambos planteles finalizando el calentamiento previo en la cancha; localicé al Comandante, una estatua viviente, sentado junto a su familia en el comienzo de la platea, diez tablones rojos que corrían paralelos a la cancha a la altura de las dos medialunas; a Locomotora Paredes y a Chiche cerca de sus trapos, charlando en la mitad de la cancha; al Gordo Leandro y su vozarrón que se escuchaba hasta ahí, de pie en el extremo de la platea; a Lucio, Santino y Juanchi en la cabina de transmisión, un andamio cubierto por una lona a la altura del córner que separaba a la platea de la popular; a Panchito Perizzo a los gritos, cumpliendo su rol de capitán con sobriedad; y a Miguelo, parado en la sombra del córner más lejano, seguramente comido por los nervios. Ni los Solís, ni Lozano, ni Cuco, ni el Viejo Bustos, ni el Zurdo Daniel, ni Sánchez Morando, ni Román Paz, ni Docabo, ni Quique Vera.   

  Recibí el abrazo de un flaco que según él me había visto debutar. Le dijo al hijo que yo podría haber jugado en la A.

-No lo agrandés que después lo tenemos que bancar nosotros –le pidió Fabri, con razón, y aprovechó la volteada para versearlo con el famoso proyecto.

  Recibimos los choris, una gaseosa grande y arrancamos para la platea al ritmo de Totó, lo que nos daba tiempo para figurar sin pudor. El Comandante, socios de la primera generación, pibes de inferiores, hinchas rasos, Locomotora Paredes, Chiche, madres y novias de jugadores, vecinos del barrio, las minas del femenino, los boludos de hándbol, viejos calaveras de la popular reconvertidos en padres de familia; como una caravana de camiones atmosféricos, cruzamos palabras con todos y todas, y entre chiste que va y anécdota que viene, sacamos las mangueras y revoleamos caca contra el oficialismo para los cuatro costados. Durante esos sesenta metros, que tardamos más de diez minutos en atravesar, volví a ser el Cazador, el 9 de los goles importantes, sin dejar de ser apenas el amigo del Santo, que tenía un carisma único con la gente del Andén, tanto de la sede como de la cancha. Dardo me lo había dicho: “Imaginateló por un minuto… Los pibes de Unidos más el Cazador, más el Santo…”. Lo estaba comprobando: las dos patas juntas, por un lado la Agrupación y por el otro nosotros, éramos nitroglicerina para el régimen del Bebi y de Lozano.  

  Llegamos al núcleo duro como si fuéramos los Rolling Stones: ahí nos sumamos al Gordo Leandro, Juan, Brizuelita, Ezequiel, Chiquito Ruiz, Marito y un puñado de basquetbolistas de la Primera. Sin saludar personalmente a uno por uno para evitar al imbécil de Ezequiel, me senté al lado de Chiquito en el mismo momento en el que el árbitro hacía sonar su silbato para indicarle a los planteles que debían salir para la cancha.  

-¿Qué onda, Chiquinho? –lo saludé, palmeándole la rodilla.    

-Acá andamos, Caza, en la lucha… ¿Lo viste al Comandante?

-Recién.

-Está igual el hijo de puta, para mí que sigue saliendo a correr.

-Seguro. ¿Vos seguís jugando?

  Frunció la cara y se tocó la panza que reposaba sobre sus muslos.

-Ciento treinta y cuatro estoy pesando –aclaró.

  Prendí un cigarro. Miré para la zona de los vestuarios. Ubiqué a Cuco fumando agarrado del alambrado, al Pichi y a Quique Vera, vestido de civil y hablando por handy. A mi izquierda, la popular seguía igual.

  Escuchamos la arenga y luego vimos la salida de los equipos, a la europea, caminando en fila rumbo al centro del campo.

-¡Dale Furgón! –tiré con desgano, aplaudiendo un par de veces. Había jugado con cuatro de ellos: los Secchi, Santiaguito Schellotto y Francisco Perizzo. Reconocí a dos más, que habían sido parte del plantel en el 2016, y al Polaco Moreno, ex enganche de Argentino de Merlo que aquel año nos había pintado la cara allá y acá.

-Ahí están el Rusito y el Perro Weber. 

  Volví la mirada a la platea. Se acercaban Casá, hiperactivo e impuntual, sonrisa bonachona, y el serio Perro Weber, que hacía todo lo posible para alejarse del fútbol pero no podía. Me había dicho que no contara con él ni para esa fecha ni para más adelante pero ahí estaba, mejor que en su casa, cosechando elogios de los plateístas que le lustraban el bronce. Nos reencontramos con un festival de besos, abrazos y chicanas. El árbitro pitó el inicio del partido y para nosotros cuatro fue como si no hubiera ocurrido nada.  

  A los 3 minutos uno de los delanteros de Claypole metió un cabezazo que pasó al lado del palo. A los 7 hubo una linda pared entre Santiaguito y el Polaco Moreno que quedó en la nada. A los 11 una salva de petardos y tres tiros sacudió el cielo del barrio, seguida por varias bengalas rojas y amarillas que surgieron detrás del paredón del arco de allá, tapando brevemente los edificios del centro de la ciudad que se elevaban detrás. A los 15 me prendí un cigarro mientras veía el ingreso de la barra. A los 22 nos pusimos a hablar de las travesuras de la hija del Perro. A los 27 reconocí al Zurdo Daniel en el centro de la popular. A los 31 el Mosca le estampó un garzo fosforescente en la oreja al juez de línea que me revolvió el estómago. A los 32 el carrilero derecho de ellos desbordó hasta el fondo, tiró un centro atrás y uno de sus delanteros la empujó al gol. A los 34 un viejo de la platea le dijo a Miguelo que se dejara de pelotudear con salir jugando de abajo. A los 37 un cachiva de la popular gritó “Cazador, pedazo de puto”. A los 37 el Gordo Leandro le pidió al que me había puteado que se lavara los dientes, porque el olor a leche que le salía de la boca llegaba hasta la platea. A los 41 se armó un tumulto en la mitad de la cancha que el árbitro resolvió a la marchanta, con cuatro amarillas a los más verdes. A los 43 Santiaguito reconoció al Perro y nos guiñó un ojo con complicidad. A los 44 el mismo Santiaguito se tiró en el área y fabricó un penal. A los 46 Juan Cruz Secchi la tocó con suavidad al palo derecho del arquero y puso el 1 a 1. A los 47 toda la cancha cantó “De pendejo voy con vos, porque vos sos mi pasión, nosotros alentamos desde el tablón, ustedes pongan huevo y corazón”. A los 48 el árbitro pitó el final de la primera parte.               

-¿Sale un chori? –preguntó Chiquito después de los aplausos.

-Yo estoy –acepté.

  Casá y el Perro se quedaron para hablar de laburo. De la Agrupación, algunos optaron por quedarse y otros por ir a chusmear al VIP que se armaba entre el buffet, la sala de maestranza, los baños y el ingreso local a los vestuarios.

-Muy dormidos los del fondo de ellos, Cazador –observó Chiquito–. Menos mal que se empató rápido.

-Y sí.

-Boludo: demasiado en línea los hace jugar, están mal armados.

-Entren ustedes dos, muchachos –nos elogió con dificultad Locomotora Paredes, ex capo de la barra del barrio antes de que lo atacara un cáncer que le había comido media garganta. Chiquito sonrió como un nene y levantó los hombros, mirándome con complicidad.

-Locomotora, le decía a este que defienden muy en línea, están en pedo…

-Por eso les digo… Cazador –me llamó, poniendo su mano sobre mi antebrazo y acercándome a su boca para que lo pudiera escuchar–: encará para el vestuario y entrá, no me rompás los huevos.

  Le sonreí con tristeza. Sin querer me había escupido toda la oreja, pero antes que secármela prefería cortármela. Seguimos con Chiquito rumbo al buffet, yo sintiendo que el paso del tiempo nos había estafado y él repitiendo lo de la defensa en línea de Claypole a todo aquel que quisiera escucharlo. De fondo, por los parlantes al mango, sonaba un reggaetonero que se declaraba el Número Uno, el Invencible, el mejor producto que había dado el Universo.

-¿Quién es el pancho que canta? –quise saber, indignado, cuando dejamos atrás la platea.   

-Y yo qué sé.

-Qué pija que es todo, hermano. Me voy a ir vivir al monte y no voy a volver más. 

  En el buffet nos cruzamos con Cuco. Fue un hola y chau respetuoso. Pidió una Coca grande, que no pagó, y volvió con rapidez al vestuario.

  Chiquito se pidió un sánguche de vacío. Le dije que yo no iba a querer nada, atento al acercamiento de Thiago Solís, Tute Sánchez Morando y dos chicas que debían ser las novias de ambos. Me los comí con la mirada a los cuatro. Ellos no se dieron cuenta, pero ellas sí. Como creí haberlas asustado, traté de fingir una repentina indiferencia y miré hacia la popular, mientras procesaba las primeras sensaciones: la del nieto del Bebi era una morochita insípida, fácilmente olvidable; la otra, Delfina Milman, un camión con las tetas operadas, el culo entrenadísimo y una cara que desbordaba colágeno, blusa blanca de Zara y unas botas que debían valer más que la cancha. Le sacaba una cabeza al otro infeliz, que no lo podía evitar ni con sus rulos desordenados ni con los cinco centímetros de plataforma de sus zapatillas. Ninguno tenía puestos los colores del club, detalle que me enloqueció de furia.

  Sánchez Morando me reconoció, o eso creí, y me dirigió una muy estudiada mirada de superioridad por encima del hombro. Thiago, en cambio, me ignoró como yo a él, pero se acercó a saludar a Chiquito. Se me cruzaron mil cosas para decir y para hacer, pero me contuve.

-Delfina ¿vas a querer algo? –preguntó Sánchez Morando, pegado a mi hombro, pero la rubia le dijo que no. Me animé a mirarla por encima de la cabeza del novio. Encontré una mirada celeste, acuosa, y una sonrisa. 

-¿Vos sos el famoso goleador, no? –me preguntó, provocando que el corazón me diera un salto como si me hubiera entrado un sapo al pecho.    

-Lamentablemente, sí. 

  Amplió la sonrisa, divertida, con los labios cerrados.

-¿Nos podemos sacar una foto?

  Ahora lo que me saltaba dentro era un canguro. Me rasqué la cabeza, tan o más confundido que Sánchez Morando, a quien no me hizo falta mirarlo a la cara para saber que sentía lo mismo que yo.

-No, disculpá, pero me da vergüenza.

  Chiquito le estaba explicando lo de la defensa en línea a Thiago. Le avisé que iba al baño y me escabullí a duras penas de ese mostrador, similar a la barra de un boliche en hora pico. Fabri y el Mosca caminaban pegados al alambrado, rumbo al baño, y me acoplé a ellos con la mente enredada de preguntas. Ese pedido para que nos sacáramos una foto escondía algo.  

  Salimos del barullo que rodeaba al buffet, pasamos a unos metros de la puerta del vestuario y nos topamos de lleno con Docabo, que me estaba mirando como si estuviera frente a un marciano. Apoyados contra la pared, reconocí al Toti Gauna, al Rata, al Jere y al Gusti. Eran ocho en total, y en todos provoqué una mezcla de sorpresa, lástima y repugnancia. Pasé por ese pasillo con los huevos puestos de corbata, mirando a todos y a nadie en particular, pero a su vez tranquilo porque adelante mío Fabricio caminaba como si fuera Óscar de la Hoya antes de entrar al ring. Nadie dijo nada.

  Llegamos al lugar donde había recibido el cachetazo nueve años atrás, respiré liberado, como si hubiera acabado de hacer un aterrizaje forzoso, y volví a pensar en Delfina Milman. Algo había querido transmitir. No sé si a mí, al novio o a quién mierda. Pero eso había sido un mensaje. Ya casi nadie me pedía una foto.   

-¿Qué pasa, che? –me preguntó el Mosca, con la verga en la mano.

-Nada, boludo. Nada –le mentí, porque la respuesta sincera era Todo. Delfina Milman debía tener algunas respuestas. O me quería coger. O por ahí me estaba pelotudeando. Sí, concluí. Me estaba pelotudeando.     

  Afuera del baño nos encontramos con la plana mayor de Las Tunas en el estacionamiento. Antes del final del primer tiempo, tenían la costumbre de salir de la popular, caminar por la calle paralela a la cancha e ingresar para soguearle al Colorado las gaseosas y hielos que acompañaban los tintos. Me acerqué como si el tiempo no hubiera pasado. Saludé al Zurdo Daniel, a Bebeto, al Gordo Chila y al Dengue. Maxi, al que un genio había bautizado Zé Pequeño, consideró que era más importante su tuca que darme la mano, y apenas me dedicó una mirada roja, vacía, hostil. Los Teja y el Mocoso estaban en el buffet haciendo el trabajo sucio. Le elogié la camiseta al Zurdo, que había pegado la suplente actual, y me di vuelta. 

-Nos vemos, gente. Que anden bien –los despedí, sin recibir respuesta.   

  Volví a reunirme con el Mosca y mi hermano, que me esperaban sin disimulo para no dejarme solo. La situación en el VIP se había descomprimido, con lo cual evitamos pasar por el pasillo de Docabo.

-Ah, esos guardaespaldas… –murmuró el Jere, con la marihuana afectándole hasta el intelecto de los tobillos.

  Un súbito ataque de adrenalina me invadió. Éramos tres contra ocho.

-¿Algún problema, pedazo de gil? –resolvió el quilombo Fabricio, sin dejar de caminar, sin mirarlo, sin cambiar de tono, e increíblemente todo quedó ahí.

  Con un resabio de vértigo en la sangre, llegamos nuevamente al buffet. Sánchez Morando estaba hablando por teléfono a un costado, con media hamburguesa en la mano libre, Delfina a las carcajadas con Thiago y su novia, y el Bebi Solís, el terrible bufarreta del Bebi Solís, de camisa blanca, anteojos de sol y pantalones pinzados de color celeste, se había arrimado a Chiquito para tirarle de la lengua.  

-¿Cómo te va, querido?

-Bebi.

-¿Así que armaron un consejo de notables? –me soltó en frío–. Me alegro, che, acá Chiquitito me decía que se vienen moviendo de lo lindo.  

-Algo estamos haciendo –le contesté, evitando la mirada del pajerto de Chiquito.

-¿Pero cómo, no era que al Chelo le habías dicho otra cosa?

  Prendí un cigarro, sintiendo que tenía encima cincuenta pares de ojos y orejas. Thiago se arrimó al abuelo.  

-Lo único que le dije es que no voy de presidente. Pero no sé, por ahí sí.

-¿Estás preocupado, Bebi? –le tiró Fabricio, saliendo de la nada y cerrando la ronda. Era una rifa de piñas. Éramos cinco participantes, y uno se iba a comer una en cualquier momento.

-Mirá si voy a estar preocupado, pibe, no seas ingenuo.

  Ahora sentí que eran doscientos los que prestaban atención a ese choque de planetas. El Colorado sacaba los últimos pedidos del entretiempo sin mirar, por olfato y tacto, sin perderse detalle de lo que estaba frente a él.

-¿Y entonces qué andás pidiendo explicaciones?

-Ninguna explicación, pibe. Si a los ídolos no se les pide nada –cacareó como un viejo gallo al que le están mirando la consistencia de las plumas desde cerca, alzando la vista y el cuello por encima nuestro con una sonrisa socarrona para encontrar testigos de su ironía. Apenas le correspondieron con alguna que otra carcajada cautelosa. 

-Presidís un club modelo, Bebi –lo toreó Fabricio.

-Ey, no te hagás el vivo –saltó Thiago. Alto, con muchas horas al pedo para ir al gimnasio, tenía lo suyo como para trazar una línea y hacerla cumplir.  

-No, pero es verdad. Un modelo, con una deuda impagable, un equipo que no es nuestro. 

-Para ser un club modelo nos faltaría sacar a la escoria que queda, al chiquitaje, a los que no tienen dónde caerse muertos y quieren venir a currar acá –lo interrumpió Thiago.

  Quedábamos tres para la piña: Fabricio, él y yo. Se oyó el silbato del árbitro desde la zona intermedia. 

-Dejémosla acá, Bebi, ¿para qué vamos a discutir? Andá nomás –le pedí, con una sonrisa, apoyándole con suavidad una mano en su escuálido y huesudo hombro.  

-Vos andate, si nosotros lo vemos de acá –me respondió Thiago con insolencia.  

  Pensé en frío por una milésima de segundo. Con los dientes apretados, odiando, con el corazón caliente pero la cabeza fría. Iba a salir a buscarlo esa misma noche.  

-Tenés razón.

  Un puño se incrustó en su pómulo izquierdo. Se tambaleó, apoyado contra una columna del buffet, mientras su abuelo se atajaba con las manos y cubría un posible ataque con la rodilla derecha alzada. Chiquito y yo nos encargamos de atajar a Fabricio, arrastrándolo unos metros.

  Esto ocurrió en el segundo posterior a la piña.

  Como una fuerza centrífuga cuyo eje había sido el punto de contacto entre el puño de mi hermano y la cara del nieto del Bebi, el revuelo exterior fue inmediato. En medio de ese quilombo, vi al Bebi tratando de ver el resquicio para devolverle la mano a mi hermano; vi a Thiago agachado, boquiabierto, mirando el piso como un idiota; vi a Docabo frenando al Gusti; vi al Mosca extendiendo sus brazos para indicar que se trataba de un mano a mano; vi a Chiquito parándose de manos contra nadie en particular, barriendo las inmediaciones con la mirada para detectar algún posible contraataque; vi a Fabricio gritándome a medio centímetro de la cara; vi al Colorado Maza con una ligera sonrisa debajo de sus bigotes; vi a Sánchez Morando, petrificado a mi derecha, evaluando la situación con la frialdad de una víbora; vi a la novia de Thiago escupiéndome en la cara por error.

-¡Pará! ¡Pará! ¡Pará!

  Quizás fue por los dos pibes muertos que teníamos sobre las espaldas, quizás porque Thiago Solís no le caía bien o porque Chiquito Ruiz se había parado frente a ese flanco con los puños apretados, no tenía manera de saberlo, pero Docabo decidió que hasta ahí había llegado la violencia: frenó con decisión a los suyos, principalmente al Gusti y al Rata, dio tres zancadas diciéndole a Chiquito pero también a todos que nadie se iba a pelear con nadie y se paró al lado del Bebi. Dueño de la situación, obedecido por propios, neutrales y ajenos, comprobó que Thiago Solís era un cagón, porque podría haberse subido al improvisado ring que el Mosca había abierto a los manotazos pero prefirió quedarse inmóvil pegado al mostrador del buffet, y nos miró a los tres: primero al Mosca, después a Fabricio y por último a mí.

-Llevateló a este bobo porque te lo mato acá.

-¿A quién vas a matar vos, gordo puto? –le preguntó Fabricio.

  Pedí clemencia con la mirada. Docabo dio un paso pero Chiquito se colocó en el medio. No se lo explicó con palabras, pero el otro entendió que para llegar a nosotros primero tenía que pasarlo a él.

-Ahí lo llevamos, mono, pero vos no le tocás un pelo a nadie.

  Chiquito se dio de vuelta y nos arrió como tres terneros. Los de la Agrupación, que no habían visto la piña pero sí los empujones posteriores, ya estaban ahí, justo a la altura del córner. Entre tres calmaron a Fabricio con una misma dosis de puteadas y empujones. Volví a nuestro rincón con Marito y, una vez ahí, al que no podían calmar era a mí. Primero me la agarré con Chiquito, por haberle comentado al Bebi lo de nuestro proyecto, y después con Fabricio.

  No soportaba un segundo más en ese lugar. Todo me pareció una reverenda garcha: la Agrupación, el club, la pérdida de tiempo, nosotros mismos, la venganza que había estado buscando, la violencia constante, el andar midiéndonos las pijas a cada rato.

-¡Sos un cagón de mierda, Valentín! ¡¿Cómo te vas a dejar patotear así, guacho?!

  A nuestro alrededor se habían callado. Estábamos dando vergüenza ajena, tanto la Agrupación en general como nosotros en particular: Fabricio me gritaba de pie, frenado por el Gordo Leandro, Marito y el Perro Weber. Yo estaba entregado, sentado sobre el duro tablón, dándome cuenta de que hasta ahí llegado con las locuras.   

-¿Quién me patoteó, pelotudo? Dejá de hablar giladas.

-¿Qué giladas, si le dijiste que tenía razón? Pancho. ¡Pancho de mierda!

-Pero si era obvio. ¿Para qué la pudrís?

-Sos un cagón de mierda, eso sos. 

  Sentí que todos me miraban de manera condenatoria, hasta el reverendo forro del Santo. Me paré para recagarlo a trompadas a Fabricio. Chiquito y Casá me frenaron, Juan se metió entre los dos grupos, y en el medio del griterío vi a Totó esconder la cara entre sus manos. Un pelotudo gritó desde la platea que dejáramos de hacer show pero no alcancé a ver quién era.

-¡La concha de tu madre, Fabricio!

-¡Soltalo, Chiquito! ¡Dejalo que venga!

-¡Borracho de mierda!

  El Santo intentó agarrarme y casi le arranco el brazo.

-Salí, vos, la concha de tu madre.

-¡Sentate ahí, pedazo de down!

-Chupame la pija, veleta del orto.

  Me despegué de Chiquito y Casá, retrocedí un par de pasos y vi con perspectiva lo que estaba pasando: la culpa la tenía yo, no Fabricio. El Gordo Leandro, Marito, los basquetbolistas, el Perro Weber, Juan, Brizuelita, el Mosca, Ezequiel, Totó, el Santo, Chiquito, Casá y Fabricio me estaban mirando como si yo fuera un pobre cagón, el mismo pecho frío de siempre que se bajaba del barco en las difíciles.

-¡¡¡¡La reconcha de sus putas madres a todos!!!! ¡Son imbéciles, boludos, todo como el ojete hacen!

-¡Cerrá el orto, la puta que te parió! –me gritó el Santo.

  También escuché la reacción de Juan, Fabricio, el Mosca, Brizuelita y de una veintena de plateístas a mis espaldas. Sonreí, ciego.

-Muchachos: váyanse bien a la mierda. En seis meses vuelvo con la camiseta del Atlético a romperles bien el orto.

-Lo único que te falta, pecho frío de mierda –me respondió el Mosca.

-Dale, muerto, vení –saltó Ezequiel, el único idiota que realmente tenía ganas de verme con la camiseta espantosa de los comeanguila.

-¡¿Y vos qué saltás, la reconcha bien de tu madre?! ¿Quién te creés que sos acá?

  Arranqué para sacarme las ganas que tenía contenidas desde la primera vez que lo vi, pero el Gordo Leandro, que se había inflamado los huevos con mis berretines, me metió un empujón y retrocedí dos metros.

-Andate porque te meto un roscazo. Tomatelás.

-Dale, Gordo gato –le respondí, retrocediendo un paso si él se adelantaba un paso, y dos pasos si él daba dos. Detrás suyo me seguían diciendo de todo.  

-No te hagás el vivo que no te la aguantás, eh.  

  Me frené, ya sin medir lo que estaba a punto de hacer. No escuchaba nada ni veía a nadie más que el mentón del Panzer que se me venía de frente. Una mano surgió de la nada y la apoyó en el antebrazo del Gordo. Era Juan, que me miró como solo me miraba mi viejo.

-Andá para lo de Totó, cachivache –me susurró, para que solo lo escucháramos nosotros tres.  

-Están haciendo cualquier cosa. Son uno más gil que el otro y no se dan cuenta de nada.    

-Problema nuestro, cabeza –me respondió el Gordo con la poca paciencia que le quedaba.

-Andá a chupar solo y a hacerte la paja con tus Olé viejos, dale. Andá tranquilo que nos arreglamos solos–dijo Juan, rompiéndome el corazón.    

  Lo miré fugazmente, pensando que tenía que reactualizar el ranking: ahora lo odiaba primero a él, segundo al Santo, tercero a Fabricio, cuarto a Ezequiel y quinto al Mosca, y a los demás les había tomado la patente. Luego miré, a través del alambrado, la pelota que se estaba disputando a menos de diez metros de donde nos encontrábamos.

-¡Traidor de mierda! –escuché a Fabricio siguiéndola.

  Sonreí, ya más sereno porque creía haber encontrado algo para descargar tanto odio.

-Me voy a jugar con los comeanguila, de verdad. Entreno un tiempito, me recupero bien del tobillo y el año que viene les vengo a gritar un gol en la cara. A vos te lo voy a venir a gritar –le prometí a mi primo, apuntándole al pecho con el índice–. A vos. Te lo juro por mi vieja, la concha de tu madre.

  Me di vuelta, con ganas de ponerme a llorar. Los de la platea que habían alcanzado a escuchar mi promesa no se animaron a hablar, los otros apenas murmuraban, y los de la popular, que habían visto y escuchado cómo nos estábamos devorando entre nosotros, comenzaron a tararear la canción con la que las hinchadas argentinas saludaban a la policía.

-¡¡¡¡Naaaaa Nananana Nananana Nanana Nanananaaaaa!!! ¡¡¡¡Naaaaa Nananana Nananana Nanana Nananaaaaa!!!!

  “Tres goles” me dije. “Les voy a hacer tres goles, hijos de re mil puta”.

-Qué club de mierda, la concha de su madre…

-¿Qué te pasa, pelotudito?

  Miré la platea. La puteada había salido desde los escalones superiores.

-Vení a decírmelo en la cara –lo invité, sin poder localizarlo, mientras recibía la reprobación de cincuenta plateístas al unísono. Viejas, muchachos, veteranos, mujeres y chicos. Hasta Locomotora Paredes se puso de pie para mirarme con mala cara.

-Cerrá el culo, payaso –me retó un viejito que no debía poder mirar más allá del alambrado.

-Bajá si te la aguantás, vení –volví a llamar al cagón que me había puteado desde el anonimato.  

  El que vino fue el Comandante Figún. A la distancia, chasqueó los dedos, luego los plegó como una palita y apuntó la mano hacia la salida cuatro o cinco veces. Sin dejar de acercarse, a cada paso lo veía más enojado.

-Andá a tu casa, por favor. Al final Cuco y el Bebi tienen razón con ustedes, así no le van a ganar las elecciones a nadie.

-Pero Comandante, no me digas eso si

-Me estoy perdiendo el partido. Me paré para decirte que te vayas a tu casa. Por favor, Rodríguez… –me indicó, corriéndose a un costado y extendiendo el brazo en dirección a la calle.

  Me sentí como si San Martín hubiese bajado de la estatua para echarme de la Argentina. Le extendí la mano, que por suerte el Comandante aceptó, estrechándomela con la fuerza de un padre decepcionado. Me mordí los labios, agaché la cabeza y comencé a caminar.

  De la platea comenzaron a bajar solemnes aplausos, mientras la popular me despedía con una vieja canción que ya me había dedicado en años anteriores.

-¡El Cazadooor! ¡El Cazadooor! ¡Se va a la puta, que lo parióóó!

  Atravesé el resto del Andén sin levantar la mirada, extrañando a mi papá y a mi mamá, extrañándolo a Fito Vargas, y cuando llegué a la calle, y me alejé de la vista de Lebrón y del puñado de policías que mateaban en el portón de acceso, solté una lágrima. Y luego otra. Y luego otra más.        

Lucas Bauzá

Twitter: @rayuelascometas

Diseño de imagen por Lucas Vega, pueden encontrar más sobre él en Estudio Bosnia.

Ilustraciones en el texto por Nach.

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