“El Cazador”, un melancólico ex delantero del Ferrocarril San Martín, recibe la noticia del asesinato de un joven fanático del club. Shockeado, lo primero que se le viene a la mente es que a ese hincha le debía su apodo. Novela por entregas, cada martes un capítulo nuevo. Escribe Lucas Bauzá.
“Unas ganas de cruzarme con Boca o contra el Millo.”
Ezequiel Damiani, previo al sorteo de la Copa Argentina (2016)
Cinco puntos de sutura en la ceja izquierda, once en la nuca y cuatro en el entrecejo. Tres dientes menos, dos de abajo y uno de arriba, y otro partido por la mitad, todos en el lado derecho de la cara. Dolor de cabeza insoportable. Vómitos y mareos constantes. Y la vergüenza de haber cobrado como un perro.
-Voy a matar a uno, chabón.
-Tranquilizate.
-Estoy muy tranquilo.
-Ahora viene Jazmín a acariciarte un poquito y se te pasa.
-¿Estoy muy mal, no?
-La verdad que te parecés al Fantasma de la Opera. Pero ya vas a estar mejor. Lo importante es el bocho, ya te dijeron, está todo bien. Dormí un ratito más.
-No quiero.
-Dormite igual.
-Lo tengo que bajar a Lozano.
-Dormite, Mc Clane, dale. Dormite y después conversamos.
Le hice caso, ya que la cama de la clínica más rasca de Almafuerte era cómoda y calentita, y sentía tanto dolor que lo mejor que podía hacer era olvidarme de mi existencia. Había pasado la noche ahí, primero con la doctora que me recibió y una pareja de enfermeros, y luego con Fabricio y el Mosca, con los cuales no pude intercambiar más que unos pocos balbuceos. Cuando me desperté, el Santo ya estaba ahí. Era viernes a la mañana. Habían pasado doce horas desde el encuentro con el Viejo Bustos, y todavía me quedaban doce horas más en observación.
-Cuando venga Jazmín se me pudre. Defendeme –hablé, con los ojos cerrados.
-¿Por?
-Porque el domingo se enojó.
-¿Qué le hiciste?
-En teoría ella se iba con las amigas un rato y a la noche comíamos juntos. Pero yo me fui a la cancha disfrazado, de ahí a tu casa, después a la reunión… Después lo del Equi. Nunca le avisé.
-¿Nada le avisaste?
-Nada, chabón. Le mandé un mensaje ya de madrugada y ni pelota. Y después se me hizo la ofendida.
-Pero vos sos tremendo, te hacés la estrella con todos. ¿Cómo no le vas a avisar, boludo?
-No le avisé.
-Encima ahora te va a ver así.
-Por eso, defendeme.
-El domingo habrá pensado que te fuiste con una nami, no te va a creer un carajo.
-Sí que me va a creer. Si me ama.
-Dormite, dale, que ya estás hablando como un gil.
Con un tono pausado y la voz quebrada, le conté todo, desde que me dejó en su casa, maquillado como el Viejo Viagra, hasta el último culatazo recibido en la nuca. Habían pasado apenas cinco días.
-¿Quién te avisó?
-Manuel. Recién hoy a la mañana –me respondió, seca.
-Vení a darme un beso.
-No.
-Dale, goma.
-No, Valentín –volvió a negarse, poniéndose de pie–. No tengo ganas.
Me dejó solo en la habitación, que se tornó más fría, triste y blanca de lo que ya era.
La conocía enojada. En la pizzería, el día que le confesé que había estado metido en lo de Matías Paz, la vi muy enojada. Pero esto no era enojo. Era otra cosa… Decepción, desengaño, ganas de estar en otro lado.
Yo también quería estar en otro lado.
El tranquilizador informe de la doctora y el reto posterior los escuché en soledad. Jazmín no estaba y los pibes, que seguramente debían creer que me encontraba acompañado por ella, tampoco.

Poco después de las siete de la tarde del viernes 19 de abril, con una bolsita de Coto en la que tenía el teléfono, la billetera, una remera y un calzoncillo que Fabricio me había llevado de casa la madrugada anterior, puse un pie en la irregular vereda de la clínica del doctor Mocho. Con dolor de cabeza, tristeza y ganas de fumar, caminé con lentitud un centenar de pasos, paré un colectivo que tardó en aparecer y careteé el viaje hasta el fondo de la avenida Irigoyen luego de haberle explicado mi situación a un colectivero con cara de pingazo.
-Pasá, pibe.
-Gracias, jefe –murmuré, con la boca torcida.
Apoyé la cabeza contra una helada y temblorosa ventanilla y miré el frenético ir y venir de los almafuertenses, alistándose con furor para encarar las primeras horas del fin de semana. Más de cien mil personas a punto de emborracharse, dormirse, drogarse, cagarse, cogerse, acompañarse, chuparse, traicionarse, culearse, mentirse, divertirse; y a olvidarse, también, de que sus destinos estaban dirigidos por gente como el Viejo Bustos, Mateo Casares, Aníbal Docabo, los Driscoll, el Cabezón Estrada, el Pocho Gamarra, Marcelo Lozano, Carlos Milman, el Armenio Mouratian, Osvaldito Rendo, los Sánchez Morando, el gordo Silva o Quique Vera.
Yo no me podía olvidar, ni me salía perdonarlos. Por eso no quería escabiar, dormir, coger, ni nada que me obligara a relacionarme con otra persona. Quería estar solo, para fumar y maquinarme. De esa lista de dirigentes, tenía decidido bajar a uno, a cualquiera, al primero que mostrara una debilidad, una fisura. Los iba a seguir, los iba a estudiar, los iba a comparar. Me quedaría con uno. Y lo iba a hacer mierda. Prefería ir por Lozano o el Viejo Bustos, pero los demás tenían lo suyo. Y alguien tenía que pagar lo de Dardo. Alguien pesado. Todos habían mirado para otro lado.
Llegué a casa a las ocho, con una Seven Up de litro y medio y tres atados de Chesterfield que acababa comprar en el kiosco de Cara de Nada. Totó estaba en lo de mi tío Ismael porque San Lorenzo jugaba contra Huracán por la Copa Argentina.
-Mejor –hablé para mí, no tan convencido.
Después de darme una ducha, y ya abrigado como si fuese un linyera de Alaska, me tiré en la cama con un cenicero a un lado y la botella de Seven Up en el otro.
-Lozano, un Driscoll, Casares, Mouratian, uno de esos… Uno de esos.
Un pija. Un verga. Un poronga.
Nada de segundas líneas, nada de buches, nada de guardaespaldas.
Un cacique. Un mandamás. Un líder.
Escupí en el tacho de basura. Todavía tenía la saliva sanguinolenta.
Un intocable.
Alguien golpeó las manos en la puerta. Reaccioné automáticamente, como un gato ladino, y saqué el 38 de la mesa de luz. Fui hasta la puerta y miré por la mirilla. Era Jazmín, de pie en la oscuridad de la vereda con la cara desencajada de bronca. Me pasé la lengua tajeada por el hueco que el Viejo Bustos me había abierto en la boca y entendí que por su culpa mi pareja estaba sufriendo su primera crisis de magnitud.
-¿Por qué no vi el WhatsApp? Porque no.
-Te dije que me avisaras y te iba a buscar en remís. Me hiciste quedar como una tarada.
-Vos me dejaste tirado.
-No te dejé tirado. Me quedé hasta las seis y te dejé una notita, te mandé mensajes para que apenas te despertaras lo vieras en el teléfono.
-Bueno, no lo vi.
-Vine rápido a casa a prepararte mi cuarto, para que estuvieras cómodo. Los chicos también, todos preguntándome si sabía algo tuyo. Todos. Me hacés quedar como una idiota adelante de todos, con la doctora, con los remiseros, con tu familia.
-Si no sos mi novia, flaca. Vos lo dijiste, no yo.
-No, no lo soy y después de esto, menos. No me contaste nada, nada de todo lo que hiciste. ¿Cómo le vas a mandar un mensaje así a ese gordo falopero?
-Se lo merecía. ¿Querés un trago de Seven Up?
-No. No te hagás el buenito.
-No me hago el buenito. Vos no me rompás las pelotas con mi vida.
-¿Ah, tu vida?
-Sí, mi vida. Si yo no me meto en la tuya, vos no te metas en la mía.
-Bueno, no me meto más.
-No te metas.
Se paró. Yo seguía echado en la cama y ella se había sentado junto al escritorio.
-Me voy –me amenazó, con los ojos llenos de lágrimas y ganas de que la dejara irse.
-Bueno, Jaz. Andate. Disculpame por todo. Pero andate, dejame solo.
-No… No entiendo qué te pasa. Dijimos que nos íbamos a correr.
No me acerqué. Prendí un cigarro.
-No fumés que me hace mal.
Me paré para fumar en el patio. Me tiró un manotazo para agarrarme la mano izquierda, pero lo esquivé.
-Salí –respondí de mala manera, escuchándola venir detrás de mis pasos.
Me apoyé en la pared y ella se puso enfrente, en una postura idéntica a la que habíamos adoptado en el cumpleaños de la mujer de Juan cuando compartimos un Campari. Habíamos perdido aquella frescura en tan solo cincuenta días. Éramos dos sombras en blanco y negro.
-Dijiste que no ibas a hacer más nada.
-No hice más nada.
-Fuiste a la cancha maquillado como un viejo, Valentín. Fuiste a esa reunión. Nunca me mandaste un mensaje. Y ahora, mirate. ¿Qué sentiste cuando te viste en el espejo?
-No me vi en el espejo –mentí.
-No mientas. Estás todo cagado a palos, te desfiguraron.
-Bueno, ya me voy a curar.
-No sé. No quiero que te pase más nada.
-No me va a pasar más nada. Te lo prometo.
-Dejá de prometerme cosas porque no sabés mentir. Estás armando algo.
-No estoy armando nada.
-Me vuelvo ya a Colegiales, Valentín. Decime la verdad.
-Te estoy diciendo la verdad.
-Me estás mintiendo, mirá que me voy ya. Me hiciste venir como una idiota y seguís mintiéndome en la cara.
-Hacé lo que quieras.
-Me voy –volvió a murmurar con dificultad, por falta de aire.
Tiré el cigarro con fuerza, rumbo a la parrilla, pero quedó a mitad de camino. Clavé la mirada en la brasa que se consumía.
-Me voy a mi casa. Y no vuelvo más. Te juro que no vuelvo más.
-No vuelvas.
-No te quiero así. No me gustás.
-¿Por adentro o por afuera no te gusto así?
-¿Ves? Estás malo, me respondés mal.
-Te lo pregunté en serio. ¿No te gusto por cómo quedé?
-No me gustás como persona.
-Y bueno. Yo tampoco me gusto como persona. Pero es lo que me tocó.
-No, no es lo que te tocó. Es lo que querés que te toque. Vos estás yendo a buscarlo.
-Tema mío –cerré la charla, aproximándome a la colilla para apagar la brasa de un pisotón.
-Sí –respondió a mis espaldas.
Me di vuelta. Me estaba mirando como si estuviera parada en un puerto lluvioso, con el barco a punto de zarpar. No supe precisar quién se quedaba y quién se marchaba, tampoco dónde estábamos yendo o permaneciendo. Sí sentí que no podríamos escapar de la implacable tormenta que teníamos encima de nuestras tristezas.
-¿Sí qué?
-Sí. Tenés razón, Valentín. Tema tuyo. Chau.
-Chau, Ja –la despedí, con los ojos abruptamente humedecidos.
Ya estaba roto por fuera. Y ahora me había terminado de romper por dentro. Prendí otro cigarro y volví a la pieza arrastrando los pies.
Los hermanos Driscoll y Mateo Casares por el PRO, el Armenio Mouratian y el Chelo Lozano por el PJ. Uno de esos cinco.
Si querían vender la cancha y a Dardo lo mataron porque los había descubierto, Ignacio Driscoll, capo político del distrito, y Mateo Casares, delfín e intendente a cargo, tenían que estar enterados y detrás del tema: el Gordo Silva, Secretario de Seguridad, no había aportado una puta prueba a la fiscalía; y en las oficinas de Guillermo Driscoll, a cargo de Obras Públicas, se hablaba como si nada de sacar “a los negros del Andén”. El turro de Pepi jamás me había mandado la respuesta que me prometió para confirmar si en las oficinas del municipio se sabía de la venta de la cancha del Ferrocarril o si era otra de la zona.
El PRO estaba metido.
Y el PJ lo mismo. Lozano era un traidor, un sorete, un hijo de puta, un merquero. Y tenía que hacer caja, mucha caja, para llegar al tercer piso de la municipalidad de Almafuerte y mirarnos a todos desde arriba, ya sea en el 2019 o en el 2023. Aunque no podía comprobarlo como en el caso de Thiago Solís, nombrado por Matías Paz, sabía que Lozano estaba metido en la matufia de la cancha y en la muerte de Dardo. Y si estaba Lozano, estaba el Armenio, referente absoluto del peronismo en todo el Noroeste del Conurbano.
-Chau, adentro.
Al otro día, después de haber dormido quince horas de un tirón, me arrimé hasta el bar del Santo. El cielo de Almafuerte era celeste y claro, sin una sola nube, pero un insípido sol no bastaba para calentar el ambiente. En TN, el canal consumido como paco por mi amigo, marcaban siete grados de temperatura. Yo había calculado menos, pero creí a pie juntillas en la acreditada información del señor Magnetto.
-Haceme un café, gato.
-Marcha un café, perrito malvado. Ciento treinta.
-Fiameló que vengo para atrás.
-Vos naciste para atrás. Andá, sentate que ya voy.
Me acomodé en la mesa de siempre. Liquidamos los temas secundarios mientras tomábamos los primeros cafecitos.
-La vas a terminar cansando –fue su cálculo sobre mi relación con Jazmín.
-Ya la estoy extrañando. Después la llamo y hacemos el garche de la reconciliación.
-Un día no te va a atender.
-Ahora estoy con algo más importante, Manuel.
Saqué el tema de ir por un pesado y enumeré los cinco candidatos y los por qué. El Santo armó dos cafés más, volvió con ellos y con un papel y se prendió un cigarro.
-Bancame que anoto –dijo, sacando una birome del bolsillo–. Decime los apellidos otra vez.
-Dale, boludo, no me boludeés que sigo muy caliente con esto –lo frené con seriedad, sin necesidad de tener que señalarle mi cara para mostrarle a qué me refería con “esto”.
-¿Podés decirme los apellidos? Lozano, Mouratian…
-Lozano, Mouratian, los Driscoll y Casares. Tenemos que ir por uno de esos.
-Dale. Perá que termino de anotar… Driscoll, Ignacio. Casares, Mateo… Cinco.
-Dejá de hacer el showcito, dale.
-Lozano: candidato a intendente, no creo que ande con mucha custodia… Mostrame cómo te quedó el comedor, a ver.
-La concha de tu hermana, Manuel.
-No se diga más. Descartado –lo clasificó, tachando el nombre con una cruz–. Y además, si le llega a pasar algo tenés todos los números para que te encanen.
-¿Por qué?
-Mouratian, el Armenio –continuó con prolijidad–: di-pu-ta-do na-cio-nal. Te lo repito: diputado nacional. No operario de una fábrica de plásticos del tercer cordón del conurgarco. Diputado. Descartado absolutamente, con custodia oficial de la Federal y seguro que personal también.
-Ahí la flasheé. Pero no está para andar bajando giles, hay que ir por un…
-¿Vos flashearla? No… Tercero: Ignacio Driscoll. Este por ahí sí, no es diputado… No, este es ¡Segundo de un ministro nacional! Segundo de un ministro. Y eso sin contar que es el más pistola de Almafuerte, y encima un gran intendente, el mejor que vi en mi vida. Si le tocás un pelo, te mando al frente yo. Sigo.
-Dejá, mejor chupate bien una pija.
-Guillermo Driscoll, hermano del viceministro y actual Secretario de Obras Públicas del distrito.
-Andá y chupaselá a uno de Cambiemos antes de que te fundan.
-Otro de gran gestión, Driscoll Guillermo. También, acá te mando al frente. Pero lo más probable es que no llegués ni a trescientos metros para verle de cerca la pelada. ¿Vos no te das cuenta que estos tipos no están solos ni por un segundo?
-Entonces no te cuento.
-Y Mateo Casares, intendente.
-Hablá más bajo.
-Está Marito y no entiende nada.
-Igual.
-Mateo Casares, custodiado como concha de princesa, rodeado de afectos, un…
-Me arreglo solo. ¿Te cagás?
-No me hagás reír.
-Te cagás.
-Dejá de delirar. No es cuestión de cagarse o no –respondió con seriedad, suspendiendo el tono de payaso.
-Ah, ¿no? ¿Y qué es?
-Es cuestión de que te desquiciaste. Andá a un psicólogo.
-¿No estás entonces?
-Por supuesto que no.
-¿De verdad lo decís?
-De verdad, Valentín. No estás bien, chabón.
-¿Pero si uno de acá, del municipio, aparece, digamos…? Digamos que se la pongo.
-¿No ves que no estás bien? Estás para el orto, chabón. No, no voy a decir nada. Y por las dudas me voy a comer este papel –dijo y lo hizo. Se comió el papel con la lista de apellidos tachados.
-Bueno, allá vos.
-Dejame preguntarte algo. Esto es serio.
-Decime.
-¿Qué te hizo Mateo Casares? Digo… Lozano, y sí, por ahí sí, es flor de hijo de puta. Los Driscoll, por ahí también, puede ser que vengan por el Andén, es muy probable. ¿Pero Mateo Casares?
-¿Y qué les hizo Dardo a los que lo mataron?
-No me cambiés de tema.
-No te cambio de tema. Todo tiene que ver con todo acá. Ellos le mandaron mecha a Dardo porque jodía para la transa, bueno, yo voy a ver si por ahí se la pongo a Casares y les cago la transa, si bajás a uno así los demás se van a asustar.
-No vas a poder. No te da el cuero.
-Y bueno, tema mío.
-No, tema tuyo no. Tema nuestro. Estás al filo de la tragedia, Valentín. A un pelo de que algo salga mal y se vaya todo a la re mil mierda que nos re parió.
-Vos me dijiste en el cementerio que me ibas a bancar. Ya no tenemos dudas que tuvo que ver con la cancha. Tiremos un zapallazo y vemos qué pasa.
-No.
-¿No?
-No, loco. Tengo a las nenas, no te puedo seguir en una de estas. Y menos si no puedo salir corriendo cuando nos venga a buscar el grupo Halcón. Porque va a pasar eso.
-Sí, lo sé.
-Y bueno. Van a venir ciento cincuenta halcones y nosotros somos dos cacatúas, Val. Dos papagayos.
-No empecés con el Val y el tono lastimoso porque estoy decidido.
Cabeceó un par de veces y se zambulló en el teléfono para evitar mirarme.
-Andate porque esto me pone muy triste, chabón.
-No me digas eso, boludo… Va a salir todo bien.
-Andate, por favor.
-Dale, gato, no pasa nada. Posta, está todo bien.
-Estás a tres mil por hora, loco –dijo, mirando para la puerta–. O te limás o te van a hacer concha, no hay otro camino. ¡Marito, vení que hay gente!
-No me ninguneés, boludo.
-¡Voooy!
-No te ninguneo. Te quiero hacer entender que te van a hacer concha, cortala acá o andate.
-Bueno, me voy…
Me paré.
-Y vamos a ver si me hacen concha, Manu –respondí, minutos después, caminando solo por la avenida Irigoyen, con toda la fe de meter un batacazo y hacer temblar a la ciudad desde sus cimientos.
Lucas Bauzá
Twitter: @rayuelascometas
Diseño de imagen por Lucas Vega, pueden encontrar más sobre él en Estudio Bosnia.
Ilustraciones en el texto por Nach.
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