En el Centro Cultural Maradona, ubicado en Zona Oeste, se celebra desde hace años la Navidad Maradoniana. Una vigilia del 29 al 30 de octubre. El año pasado estuvimos ahí para celebrar y emocionarnos. Escribe Juan Stanisci.
La guitarra está desafinada pero eso a nadie le importa. La acompaña un bombo murguero que a cada golpe llena el aire como si fueran pasos de gigante. Bum. Bum. Bum. El lugar es chico pero el corazón es grande. “Con un par de lienzos crotos, esperando por el bondi”. Todos cantan. No importa el bombo aturdidor ni la guitarra desafinada. Hace segundos dieron las doce. Las doce del 30 de octubre del 2021. La primera Navidad Maradoniana sin Diego.
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“El flyer dice Haedo. En el mapa figura como Morón. Pero si vas en tren te tenés que bajar en Ramos Mejía. Conurbano, no lo entenderías”, dice Lucas Jiménez mientras cruzamos el nudo que une Ciudadela con Liniers. En el auto vamos Santi Núñez, Lucas, Carla y yo. Más dos cajas de Crónicas Maradonianas recién salidas del horno. “Avisame por donde tengo que ir”, pide Santi. Estamos pasando por debajo de la General Paz y las distintas subidas se ofrecen como arbolitos en la peatonal Florida.
Cruzamos. A las pocas cuadras una parrilla tiene un muñeco gigante de Homero Simpson sobresaliendo de la pared. “En la que viene dobla a la izquierda”. Doblamos. Contramano. “Acá dice que es mano”. “Sí, pero es contramano”. “Y bueno, metele”. De frente viene un colectivo. Nos pasa por el costado. Un auto se apiada y nos deja pasar. Volvemos a la legalidad. El guardarrail nos avisa que tenemos otra subida al Acceso Oeste cerca. Doblamos. “Metele derecho”. A las pocas cuadras la calle está cortada. No queda otra que reírse.

Logramos retomar por el centro de Ramos Mejía. “Acá una vez me corrieron”. “Y sí, yo si fuera chorro vendría acá”. Los boliches pasan. Ramos vuelve a ser barrio. “Che, que lindas casas hay por acá”. Estamos llegando.
En el Centro Cultural Maradona se festeja la Navidad Maradoniana desde hace años. No importa si cae lunes, martes, miércoles o viernes, el lugar igualmente se llena. Este viernes no es la excepción. A la izquierda de la puerta una pila de bolsas de tela. Alimentos no perecederos o ropa. Todo para donar, ese era el valor de la entrada. Diego como excusa para ayudar, siempre.
Varias mesas juntas ofician de tablón uniendo las dos puntas del lugar, desde la puerta hasta la pared. Entre las mesas y la barra debe haber un metro y medio. Alrededor lleno de trapos. Banderas en mi corazón. Diego con la camiseta de Boca en el 81, en la despedida en noviembre del 2000, una de Ferro, otra de Defensa y Justicia. Diegos, Diegos y más Diegos.
Todas las personas tienen una remera, una gorra o algo alusivo a Maradona. Hay para todos los gustos. Intentamos ubicar los libros en la barra. Nos dicen que sí, que no hay problema. A los pocos minutos entendemos que es una mala idea. La barra siempre tiene destino de cervezas caídas. Los corremos al lado de un parlante. Pedimos permiso a dos tipos que están hablando. Se corren para que los pongamos y vuelven a acomodarse. Nos corremos con los libros. Queremos que se vean y que no les pase nada. Y no les va a pasar nada. Ni siquiera venderlos.
Reparten números para un sorteo. Ofrecemos un Crónicas Maradonianas. Lo aceptan. Vemos que delante de la pila que dejamos al lado del parlante hay cada vez más gente. La única que la ve es la espalda del tipo que tiene adelante. Divisamos otra parte de la barra y volvemos a correrlos. “Ahora sí, es acá”, decimos contentos.
El lugar está lleno de adultos y de niños. Ellos también tienen sus remeras con distintos Diegos. En la terraza dos niñas tienen sus nombres en la parte de atrás: Mara y Dona. Nadie está solo. Como si cada año congregara a las mismas personas que vuelven a verse solo con la excusa de celebrar a Diego.

Un hombre parecido a Ricardo Montaner, a su manera, claro, se levanta y con el celular en la mano. Está filmando. “Es para Nápoles”, dice y empieza a cantar. “Oh mamma mamma mamma, oh mamma mamma mamma ¿sai, per ché mi batte il corazón? Ho visto Maradona. Ho visto Maradona ¡Eh, mamma, innamorato só”. Cantamos todos. El falso Ricardo Montaner deja de filmar pero seguimos a cantando. Cuando la canción se apaga arranca otra. Como un hechizo. “Olé olé olé olé, Diego Diego”. Hay aplausos. “El Diego está acá, loco”, grita uno.
Pasa otra persona repartiendo números para el sorteo. “Ya nos dieron”, le aclaramos. “No importa, me sobraron un montón”, explica. Agarramos. Alguien nos pregunta por el libro. “Por fin”, pensamos. Lo mira. Le interesa, pero no tiene plata. “No hay drama”, le decimos. Dice que nos va a agregar al Instagram porque lo quiere. También dice que viene todos los años. Y que al día siguiente va a ir al cementerio de Bella Vista donde está enterrado Diego. “Es acá a treinta cuadras”, aclara.
El primer tipo que repartió números agarra el micrófono. Es hora del sorteo. Un par de auriculares. Un poster. Otro poster. Nuestro Crónicas Maradonianas. Intentamos ver quien lo ganó pero no lo logramos. Otro poster más. Sale el número de Santi. “Yo nunca gano nada”, digo un poco por llorar y otro poco por verdad. Siguen saliendo números. Esto es navidad de verdad. La mayor cantidad de regalos que se pueda. Repaso los que tengo en el bolsillo. 33, la edad de Cristo. 107, Parque Avellaneda – Ciudad Universitaria. 108, Liniers – Retiro. Ninguno parece muy confiable.
Mi momento “fua el Diego” de la noche fue cuando de los labios de un tipo de gorra brotó el sonido: treinta y tres. Ni el envido ni los orientales. Mi número. “El mío, boludo”. Y salí rápido a buscar mi regalo. Un par de ojotas maradonianas. Lo que necesitaba desde hace un par de veranos. Gracias Diego.
Termina el sorteo y aparece una banda de cumbia. La hinchada empieza a descontrolarse a base de “olé olé olé, Diego Diego” y de “Maradoooo, maradoooo”. Alguien quiere presentar a la banda pero no lo logra. Pide silencio. “Diego no se murió, Diego no se murió, Diego vive en el pueblo”. Un nene con la camiseta de San Lorenzo, la 10 en la espalda y Maradona escrito arriba del número, se para arriba de la silla y agita con la mano. Seguramente no lo sabe, pero Diego decía que le hubiera encantado jugar en San Lorenzo por su hinchada. O quizás sí lo sabe a través del padre o la madre. La mayoría de los clubes tienen como hitos alguna conexión con Diego. Es parte de la tradición y debe ser transmitido de generación en generación. De madres o padres a hijos o hijas.
La banda de cumbia arranca a tocar. “¿Y si llevamos los libros al auto?”, dice uno en representación de los cuatro. Con Santi agarramos la pila. Los dejamos y volvemos. El espacio que había entre las mesas y la barra está cubierto. Para llegar de una punta a la otra del Centro Cultural Maradona es necesario ir repitiendo la palabra permiso a cada paso. Logramos llegar hasta la otra punta buscando la terraza.
En la terraza hay grupitos charlando. Chicos y chicas que van y vienen jugando. Una bandera del Diego en la selección flamea con el viento del oeste. Desde abajo viene el bombo. “¿Metieron una murga?”, dice alguien.
Faltan diez minutos para Navidad. Bajamos. La murga termina de tocar. Acá la cuenta se hace al revés. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez. Son las doce de la noche del 30 de octubre. La mayoría llora. Alguno mira para arriba y mueve los labios. Otros se abrazan. “Maradona el más grande, el más grande de verdad”, cantamos.
Y suenan los acordes de “Para verte gambetear” de la Guardia Hereje. “Alorsa y el Diego están brindando” dice uno. La cantamos como si fuera el himno en la final de un mundial. Uno de la murga empieza el relato de Víctor Hugo. “Gente gritando un gol por un relato de un tipo que no es Víctor Hugo y sin imagen. Argentina, no lo entenderías”, dice Lucas.
El pueblo maradoniano está delirado. Nahuel Arrieta, el encargado del bombo en la murga Los Compadritxs de Barracas, intenta decir unas palabras pero la gente quiere seguir cantando. Deja el micrófono y vuelve al bombo para acompañar la canción. Se hace un silencio para que hable. “Nosotros tenemos que salir a laburar todos los días. A ponerle el pecho a esta realidad de mierda. Y él, el Diego, nos ayuda siempre desde arriba”. Otro silencio. Y vuelve el coro. “Diego no se murió, Diego vive en el pueblo”.
Juan Stanisci
Twitter: @juanstanisci
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