Un grupo de pibes se junta a jugar a la pelota. Como siempre, cada atajada o cada gambeta, está acompañada del nombre de un ídolo de quien la realiza. Diego, a pesar del paso del tiempo, sigue presente en los potreros. Escribe Sebastián Chittadini.
“Mientras haya un planeta en que respire un niño, un niño habrá que sueñe que es Diego, y que repite los goles imposibles de músicas y pájaros.”
Leonardo Favio
Da igual si la cancha es de tierra, de pasto o de calle, si hay arcos o si hay que hacerlos con una piedra o con la ropa de alguien. En verano es mucho mejor aún, porque se puede jugar hasta más tarde y al otro día no hay escuela. Lástima que en esa tardecita yo ya tengo cuarenta años, porque pocas cosas hay más puras que la relación entre un niño y una pelota, o entre un grupo de niños y ese juguete con el que tantas veces vimos detenerse al tiempo para hacernos sentir que estábamos en algún estadio importante.
Frente a mi casa hay una canchita en la que siempre se juntan los niños del barrio a jugar a la pelota en el sentido más inocente y despojado de todas las cosas que la vida adulta nos va tirando después por el camino. Gritan, se ríen, hacen goles; como cualquiera. En estos tiempos, en los que cada vez hay menos espacios públicos para que jueguen como lo hacíamos nosotros, tiene algo de magia escucharlos y verlos, aunque a veces te despierten de alguna siesta. Esa tarde de verano, mientras caía el sol, ellos jugaban una final del mundo mientras algunos pensábamos en el asado; y ponían la música de fondo con el ruido de los pelotazos, con sus voces que discutían por alguna jugada polémica y al grito de algún golazo imitando a alguno de sus ídolos.
Hacía rato que estaban, meta jugar y gritar, normal. Ninguno tenía más de 10 años, por lo que era lógico que gritaran “¡Messi!”, “¡Suárez!” o “¡Cavani!”. Supongo que gritaban esos nombres, pero en realidad no registré nada en el momento. El olvido y la memoria tienen solo una cosa en común, y es que los dos son selectivos. Por eso, el tiempo se detuvo para mí cuando uno rompió el silencio con un grito excepcional: “GOL, GOLAZO, ¡MARADONA!”. Y juro que me quedé helado.

Tiene que haber algo mágico para que, en el año 2017, un niño que nació por lo menos diez años después del retiro del mejor jugador de todos los tiempos grite «Maradona» al hacer un gol. No hay otra explicación, porque es probable que ni los padres de esos niños hayan visto jugar a Maradona. Es como si nosotros hubiésemos gritado “Pelé” o “Cruyff” cuando jugábamos en la calle. No, gritábamos “Maradona”, pero porque habíamos visto el mundial del ‘86 y lo veíamos hacer magia en el fútbol italiano. Sin embargo, ahí había un niño de otro tiempo trayendo a su momento de gloria a la idea del arquetipo, al paradigma contemporáneo de la figura heroica que la tradición oral se había encargado de mantener viva.
¿Será que las sociedades conservan de forma consciente o inconsciente ciertos elementos asociados a la épica y al heroísmo y los revisten de cualidades divinas? ¿Sería ese héroe traído del pasado una especie de Dios basado en un talento que nadie tuvo ni tendrá? Maradona no debía estar en ese partidito, pero ahí estaba. Tal vez por aquello que dijo alguien acerca de que el fútbol es la infancia, o por lo que dijo alguien más sobre que la infancia es la patria del hombre; podamos concluir que el fútbol es la patria del hombre. Y siempre Maradona será prócer de esa patria; aunque esos niños no sepan lo que es un arquetipo ni un icono, y mucho menos tengan idea de lo que es un paradigma. Seguramente, ellos tampoco alcancen a entender que los mitos y las hazañas de los héroes se transmiten de forma oral, pero alguien les hablará de él y él seguirá naciendo en cada potrero.
Pensaba en todo eso mientras me decidía a cruzar la calle para ir a verlos. Tenía que averiguar cuál de ellos era Maradona y tal vez disfrutar de verlo jugar. Lo imaginaba como alguna vez lo hizo Ricardo Lorenzo Rodríguez, “Borocotó” en las páginas de la revista El Gráfico en el lejano 1928, como “un pibe de cara sucia, con una cabellera que le protestó al peine el derecho de ser rebelde; con los ojos inteligentes, revoloteadores, engañadores y persuasivos”, soñando jugadas de esas que hizo Maradona “con el alma de todos los potreros”, como relató Víctor Hugo Morales en aquel mes de 1986 en el que logró la simbiosis de sus relatos con la magia del 10.
Todo eso pensaba en el momento en el que un grito hizo detener el tiempo y me hizo recordar al niño que fui, mientras abría el portón maravillado por cómo la gloria de un hombre seguía siendo cantada por las generaciones venideras y se volvía un conjuro inmortal. Pero cuando fui, no había ningún niño jugando. ¿Alguien los habría escuchado? Por las dudas, yo lo escribo.
Sebastián Chittadini
Twitter: @SebaChittadini
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