El 11 de marzo de 1936, hace 86 años, nacía Orestes Omar Corbatta. Win derecho legendario. Este cuento recrea sus últimos años como futbolista en Río Negro y la historia de su gol a Chile. Escribe Jorge Castro.
El cuatro de oro se le arrima al dos de copa.
—Seis.
—Otra —pide Corbatta, y con el índice le da un toque a la mesa de madera oscura. Siente la boca pastosa, como si hace horas estuviese masticando un chicle de harina. Unos centímetros más adelante suyo una montaña de billetes hechos un bollo espera a su próximo, y momentáneo, dueño. El humo de los cigarrillos y la luz pálida que los alumbra no permite ver con claridad las caras de los apostadores
Ledesma levanta una carta del mazo: cinco de copa.
—Te pasaste.
—Otra.
Corbatta hunde las manos en los bolsillos de adelante del jean pero no encuentra más que pelusa. Se palpa los de atrás: nada. Cuando está por llevar la mano derecha a la muñeca izquierda, Ledesma lo para en seco:
—El reloj lo perdiste ayer.
Corbatta frunce los labios. Se para de golpe y la espalda le cruje: las últimas dos noches durmió en la mesa de billar.
—Voy a la pieza y vuelvo —dice. De un saque se baja medio vaso de vino, gira hacia la puerta, da dos pasos y se desploma. Ledesma y Rojas lo ayudan a pararse.
—Mejor andá a dormir —le dice Rojas.
—Dije que ahora vengo.
—Ponete una campera, por lo menos.
Corbatta no lo escucha, abre la puerta y se va.
En General Roca estamos acostumbrados a un viento de primer nivel y futbolistas de tercera. El viento es compacto, incesante, lo que verdaderamente espanta —incluso más que el frío— a los que quieren instalarse acá. Los jugadores nos llegan como encomiendas. Dos años en Atlanta y una patada al Charro Moreno ya alcanzan para que Tiro Federal, Italia Unida o cualquier club de la región los traiga y jueguen un par de años en estas canchas de tierra y alguito de yuyos.
Pero con Corbatta la ilusión estaba permitida: ídolo y campeón en Racing y la selección, también campeonó con mi amado Boca Juniors. En el Mundial de Suecia metió tres pepas y fue el único que zafó de los monedazos en Ezeiza. Y en las Eliminatorias del ´58 le metió un golazo a Chile gambeteándose a medio equipo. Hay una secuencia famosa de fotos de El Gráfico de ese gol que durante años tuve pegada en mi pieza de pibe.

Todo eso jugando de wing derecho, bien pegado a la raya. ¡Y no es para menos! Esas piernas de tero y cintura de bailarina sólo podían defenderse de las patadas con quiebres, frenos, arranques y marianelas. Como no tenía la explosión de entonces —mejor dicho, la explosión que la radio y Borocotó nos contaban que tenía—, se tiraba unos metros atrás para jugar en el medio.
Llegó un domingo por la mañana y a la tarde ya arrancó de titular en un amistoso contra 25 de Mayo. El primer tiempo se la pasó saltando en el lugar para sacarse el frío y corriendo de la línea de cal al medio para tocar alguna pelota. En el segundo tiró un caño —la única jugada de todo el partido que nos levantó de la tribuna— y metió un pase de 30 metros que si el Sombra Aguirre no tiene un resorte en los Fulvence queda mano a mano con el arquero.
Le consiguieron una pieza en una pensión alejada del centro y durante el día no se lo veía. Como casi no entrenaba —“yo soy un tango improvisado, el ensayo me desafina”, les decía a sus compañeros cada vez que en el trote alrededor de la cancha ellos le sacaban vueltas y vueltas— se la pasaba casi todo el día en la puerta de entrada, escuchando a Gardel en una radio vieja que se debía haber traído de Buenos Aires y peloteando con los chicos que jugaban en la calle.
A la noche se lo encontraba en El ciervo rojo. Llegaba a eso de las ocho y se mandaba derecho a la barra. Al rato ya lo invitaban a alguna mesa. Podía ser la de un grupo de ruralistas o cualquiera que ocuparan los hacendados del lugar. Corbatta se pasaba la noche contando anécdotas (“Pipo Rossi en un entrenamiento de la selección me pegó un cachetazo porque le tiré un caño”, “una fiera Boyé, pateaba como una mula enojada”). Pero la vedette era el gol a Chile (“los tipos me iban saliendo de a uno y yo ‘opa, opa’, los iba limpiando”). En el trato implícito, ellos tenían la foto con el ídolo para pavonearse cuando fuesen a Buenos Aires. A cambio, le invitaban la cena y mantenían su copa llena.
Una mañana fui a buscarlo y me presenté.
—Osvaldo Espinoza, director de La Comuna.
—Mucho gusto. ¿Gusta un mate? Café no tengo, acá todo es más caro que en Avellaneda.
Sufría —y todavía sufro, incluso peor— de reflujo, pero igual acepté. El mate llegó a mí temblando. Al rato, bastante antes del mediodía, Corbatta arrancó a tomar cerveza. Promediando la primera botella, podía manejar un bisturí a su antojo.
Charlamos hasta que el mate me infló la vejiga y tuve que pasar a su baño. La pieza era austera y bien conservada. Tenía el mobiliario básico y gastado de un lugar donde sus habitantes siempre están de paso: una cama de una plaza, mesita de luz, una mesa cuadrada al lado de la mesa con su silla, un ropero mínimo. En un primer momento no la vi, después sí: encuadrada y colgada en la pared, la camiseta de la selección parecía un tótem.

—Linda, ¿no?
La voz de Corbatta, apareciendo de golpe, me asustó.
Me acerqué a ella. Iba a apoyar un dedo en el vidrio, pero no me animé.
— ¿Es la del gol?
—Sí —se quedó unos segundos mirándola. Lo vi sonreír por única vez.
Charlamos un rato más. No recuerdo bien qué nos dijimos, me la pasé mirando la camiseta. Daba la sensación de que si la sacaban del marco, se desintegraba.
—Para lo que mande —me dijo al momento del apretón de manos.
—Gracias, en estos días le mando a Carreras, el de Deportes.
Corbatta llega a la pieza temblando, los labios violetas en la cara tan blanca. Abre los cajones de la mesa de luz, los vacía sobre la cama y empieza a revolver sus pertenencias.
— ¡Puta madre!
Le da una piña al colchón y hurga en el ropero: no encuentra nada que le sirva. Después de fijarse abajo de la cama y en el baño, se sienta en el piso, rodeado de la ropa desparramada.
Unos minutos más tarde, se levanta.
La Luna de Miel entre Corbatta y los hinchas de Tiro Federal duró bastante poco. De los partidos lo reemplazaban cada vez más rápido. La cosa empeoró cuando Benítez agarró la dirección técnica. Todas las noches daba vueltas por los bares de acá y de los pueblos vecinos para junar quiénes andaban de farra. A Corbatta lo enganchó en todos. Varias noches, en más de uno. Cuando contra Italia Unida faltó sin avisar, lo limpió definitivamente. Empezó a changuear y jugar al siete y medio en lo del Cholo Figueroa. Si te cruzaba por la calle arrancaba pidiéndote plata y terminaba conformándose con la promesa de mandarle camisas viejas. Mirtha, la dueña de la pensión, nunca lo echó de la pieza.
—Pobre Cristo, no tiene dónde ir.
La puerta del bar quiere abrirse pero no puede. Ledesma se levanta de la silla y la abre del todo. Ve entrar un marco al que le han crecido dos piernas.
Corbatta apoya la camiseta encuadrada en la mesa. Cartas, vasos y billetes primero saltan, y muchos de ellos después vuelcan contra el piso resinoso.
— ¡Qué hacés ahí parado! —le grita a Ledesma—, ¡empezá a repartir las cartas!
Jorge Castro
Twitter: @FutboleroIntel
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