La primera vez de un niño en el Nuevo Gasómetro viendo a San Lorenzo y un cambio de vestimenta para dar vuelta un partido. Una linda historia de fútbol, tutucas y tribuna. Escribe Federico Coguzza.
Hace 6 años iba por primera vez a la cancha con mi hijo más grande, Vito. Caminamos hasta la parada del 135 charlando sobre las habilidades del por entonces su alter ego, el hombre araña. En la espera, le robamos unos caramelos a las provisiones destinadas a mitigar la estadía en la popular visitante. No recuerdo si en el viaje se durmió o conversamos sobre la posibilidad de que el Duende Verde se meta en la cancha y aparezca por el segundo palo para amargarnos la tarde.
Bajamos e iniciamos lo que luego sería un ritual. Doblar en Perito Moreno y en algún puesto frenar para que en una bolsa camiseta blanca alguien meta veinte pesos de tutucas. A medida que nos acercábamos a la cancha, me lo puse sobre los hombros. El canto de la gente de a poco se adueñó de la escena.
– Pá, ¿quién pintó eso?
Eso son unos murales que recuerden el nacimiento del club y rememoran a los equipos campeones a lo largo de la historia. Desde el primero en el 33´ hasta, creo, el del 2013. Son feos y no están tampoco cuidados ni mantenidos.

– No sé, pero permiten recordar que en algún momento tuvimos equipos “dignos de mención, por no decir notables”.
Todavía hacía radio y la frase del poema de Mario Benedetti que daba nombre al programa, Quemar Las Naves, la usaba todo el tiempo. No creo que Vito me haya entendido.

Cruzamos un portón, esquivamos algunos autos y llegamos a la fila de ingreso a la popular visitante. Lo bajé. Le agarré la mano y cruzamos el molinete luego de que un policía me revisara la mochila. De la mano caminamos el playón y de la mano entramos a la popular por un pasillo que desemboca a la altura del córner.
La gente cantaba bajo un sol amigable, como lo son todos los soles en otoño, y mientras Vito miraba para arriba tratando de darle sentido a todo eso, yo hacía lo propio para encontrar las manos agitadas de mi primo Fernando y saber así en qué dirección subir los escalones. En cada escalón nos detuvimos a mirar, a escuchar. Yo me detuve más en su mirada, en sus gestos. Quería ver qué caras ponía.
Mi primo estaba con su hijo, Facu. Un abrazo, otro y otro. Nos sentamos y comenzamos a hacerle preguntas a Vito, ¿y, te gusta? ¿Cuánto ganamos hoy?, al tiempo que él ya comía las tutucas y tomaba jugo. Se sumó, el tío Beto que en los bolsillos del pantalón, además de los puchos, trajo unos palitos de la selva.
Cuando fue la salida del equipo, ese momento en el que toda la cancha canta, le hice upa. Otra vez quería verlo mirar. Proyecté en él las sensaciones que funcionan como un péndulo en mi recuerdo de una tarde en cancha de Ferro por septiembre del 91´, mi primera vez en una cancha.
A los treinta minutos perdíamos 2 a 0.
Pero fantasía y realidad conviven en el mismo plano. Y a veces, conspiran a nuestro favor. Vito me pidió abrir la mochila. No las conté, pero fueron muchas las veces que lo hizo. Sin embargo, en esta oportunidad no había deseo de galletitas ni jugo. No, esta vez quería su disfraz del hombre araña. Entre risas, y con ayuda de Beto, se lo pusimos. En dos minutos empatamos el partido.

En el entretiempo, lo convencimos de que debía dejarse el disfraz. Que desde el momento en que se había transformado en el hombre araña, San Lorenzo había hecho dos goles en muy poco tiempo. Que, de no quitárselo, la victoria estaba asegurada. Y así fue. En el segundo tiempo, Belluschi metió el tercero y nos dio el 3 a 2 definitivo.
Después vinieron las fotos. Un testimonio más fiel que este relato que, como todo recuerdo, siempre miente un poco.
Federico Coguzza
Twitter: @Ellanzallama
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