Un repaso futbolístico semanal. Vamos de Pep Guardiola a Leandro Chichizola, pasando por el gran Villarreal de Emery, que nos mostraron esta semana o en algún mayo no tan lejano cómo es que el fútbol llega a lugares inimaginables. Escribe Santiago Nuñez.
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Fracaso. Derrota. Desenlace negativo. Crueldad. Final infeliz. Peripecias de la vida que dejan a uno sin lo justo, sin lo anhelado, sin el elixir que sentía suyo mientras el cerrojo de la puerta estaba a punto de moverse. Le pasa a Guardiola, le pasa a cualquiera.
Sensación de inexistencia. Porque el viaje es de todo a nada en pocos segundos. El trago amargo de entender que una victoria ya no cercana sino casi completa es no solamente arrancada sino también irrecuperable.
Es el momento exacto en el que uno se pregunta si está bien, si es correcto, si las elecciones de vida que lo colocaron en ese lugar y en ese instante como protagonista o como espectador (como si el hincha no fuera protagonista) fueron acertadas o debieron ser corregidas para no pasar por el no tan sutil arte de narrar derrotas, de sentir ocasos.
¿Por qué nos gusta esto, sí solamente dos minutos pueden derrumbar meses de ilusiones?¿Cómo justificar un viaje a una posibilidad tan desilusionante como la de perder una oportunidad tan grande?
Quizás la razón sea la contraria: a la desesperanza la acompaña, una y mil veces, la ilusión. O quizás no hay razones y por momentos no nos queda otra que odiar amar el fútbol.
Para volver a sentir. Para volver a soñar.
El fútbol es volver.

Ilusión amarilla
Los ilustres soñadores vestidos de amarillo vieron que su épica ilusión bajaba a la tierra en cuarenta y cinco minutos. Un mimo al alma. Un abrazo de calor. Dos palmas que gritan “bravo”. Nadie pensaba que podían ganar en un tiempo los que no tenían prócer, pero los ídolos del rincón olvidado de la sociedad levantaron la mirada, bailaron al ritmo del trino y dieron la respuesta que muchos analistas, en frío, aman odiar: los más débiles tienen su hora y pueden señalar con el índice el lugar al que viajan, que puede ser tan lejos como Kenia o un lucero del cielo más allá de la estratósfera. Algunos no lo entienden, no lo conocen, piensan que hay masas irracionales que se enamoran con un “aluvión zoológico” mientras la razón, esa que siempre tiene que ganar, solamente duerme un rato.
Entonces, Giovani Lo Celso se vuelve Xavi y Francis Coquelin levanta la mirada como Andrés Iniesta. Tienen el apoyo de los que nadie conoce. Un Walter o un Julio de Argentina, de España o de cualquier lugar del mundo que vea en el balompié de la pandilla de Emery la quema de libretos de uso permanente, casi incuestionable, y observe con detenimiento de qué manera florecen guiones extraordinarios para actores secundarios.
Alguno me responderá que todo eso se fue por la borda en otros cuarenta y cinco minutos, que tengo que aceptar ese resultado y volver ya a otra cosa, porque el fútbol es el opio de los que no piensan de verdad. Puede ser, pero a veces la ilusión vale mucho más que una copa. Y vaya si la tuvo el Villarreal. Y vaya si la tuve yo.

La sonrisa de ese señor es como la de Chichizola*
Su equipo es indudablemente superior pero eso no lo tranquiliza. Por eso mira al señor de su izquierda y le hace la pregunta mágica: “¿Cuánto falta?”. El que acusa recibo lo observa no con desgano pero sí con una socarrona soberbia inocente, le pide que no se fije en ese limitante amargado del tiempo sino en la noble belleza del espectáculo y le da una respuesta igual de mágica: “No penses en eso , disfruta”.

Pero el espectáculo es tan bondadoso como cruel, ya que la entonación de su respuesta comparte el instante con un defensor que no llega al cruce, lo que permite que un muchacho lejano de camiseta celeste y blanca se escape por un costado, defina al segundo palo y descuente. “3-2” un partido que en la cabeza del señor estaba terminado. Hay nubes. ningún lujo. Es todo el tiempo. Ese limitante amargado.
La angustia y la presión del señor, del muchacho que pidió la hora y de millones de personas crece hasta el hartazgo. Ya no se juega bien y casi que ni se juega. Se espera, con aturdida impronta, un final sin cambios, sin disturbios.
Pero esa ilusión se esfuma un par de minutos después cuando el referí pita el punto penal luego de una mano. Ni el señor ni el muchacho que pidió la hora saben cómo salir de la encerrona. Cómo hacer vivible semejante condena, que toma carrera desde y hacia el punto penal, resulta una incógnita. Es raro el tiempo. Parece eterno y pasa rápido. Todo a la vez.
El señor, entonces, ya no sabe la hora. Y ese momento particular dura ese minuto particular pero también vale por otras situaciones particulares en las que el señor y el muchacho estaban por ganar pero perdían. Que parecía que pasaban y quedaban afuera. Que parecía que iban bien pero caían. Que buscaban sonreír pero no podían.
Por eso cuando Sebastian Saja le pega cruzado y la pelota da en el cuerpo heroico del cancerbero local todo se despedaza y vuela por los aires. El tiempo le deja el lugar a la felicidad. El señor, el muchacho que pidió la hora y sus amigos se abrazan, y sonríen. Esta vez sí que sonríen. Como ese arquerito de River que se llama Chichizola.
*Sobre un River Racing del que, esta semana, se cumplieron ocho años.

Santiago Núñez
Twitter: @SantiNunez
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