Un cuento sobre un santiagueño utilero de River que lo agarra la invasión del espacio exterior de la historieta El Eternauta en pleno estadio Monumental tomando mate con Amadeo Carrizo. Nieve, encierro, recuerdos y luchas contra cascarudos enormes. Escribe Jorge Castro.

Estaba en el vestuario tomando mate con Amadeo y lustrándole los botines, unos nuevos que tenían los tapones más altos que los anteriores. Venía de agarrarse un disgusto porque contra San Lorenzo se tropezó y Doval casi lo emboca. “Santiagueño, que me hagan un gol por cualquier cosa menos por resbalarme”, me dijo el día que los trajo. Yo tenía una pomada especial que los dejaba bien relucientes y duros por fuera pero blanditos por dentro. Como le digo, estábamos mateando y de golpe escuchamos unos alaridos tremendos, como si carnearan un chancho. El entrenamiento había terminado pero a veces algunos de los muchachos se quedaban peloteando. Jugaban a los penales o a pegarle al travesaño —a espaldas del técnico— por plata. Rajamos para la cancha y vemos caer nieve. Yo nunca la había visto. Oriundo de Güemes, imagínese. 

La cosa es que Amadeo se manda a la carrera y no va que le caen unos copos encima de esa espalda de toro que tenía y cae fulminado. No me olvido más el ruido de los dientes reventándosele. Yo me frené del miedo. Miré la cancha: el pasto cubierto de nieve y tres jugadores tirados como sacos de papa. Después me enteré que eran Onega, Artime y el pibe Más. Pinino le decían. Un guachito era. Venir a morirse así. También había gorriones y palomas desparramadas.

Me volví al vestuario y en el anillo la gente corría a los gritos. Varias personas salieron al estacionamiento y a todas la nieve las mató antes de llegar al auto. El resto, unos treinta, nos juntamos en la confitería y escuchamos la radio. La del buffet no agarraba ninguna señal, entonces uno de los vocales, no me acuerdo el apellido, era dueño de unas parrillas en San Martín y estaba podrido en guita, trajo una radio de onda corta a ver si enganchábamos alguna de afuera.

Agarramos una de San Pablo y Delém, que tampoco se había ido a su casa después del entrenamiento, nos dijo que invadían “del espacio exterior”. No le entendí bien pero tampoco pregunté. Nos pusimos de acuerdo para buscar comida y agua en la cocina y los que vivían fuera del club intentaron comunicarse con sus familias. Salvo Susana, la secretaria del presidente, que pudo hablar con su marido, el resto no tuvo suerte.

Estuvimos viendo caer la nieve dos días seguidos. 

Después llegaron los bichos.

Soy hincha de Boca, pero cuando mi compadre Álvarez me dijo que en River estaban buscando un utilero y él me podía hacer entrar, le di para adelante. Con la Claudia le cuidábamos el caserón a una pareja de gringos que nos pagaban chaucha y palito, así que juntamos los cachivaches y nos mandamos a mudar. Al día siguiente de llegar, Álvarez me llevó al club. Cuando vi el estadio me caí de culo. En Santiago seguía al Güemes y las canchas allá son otra cosa. Los jugadores me trataron muy bien desde el primer día. Algunos eran bromistas pero todos buena gente.

Hubo un año, en el 47, que como un domingo me corté el pelo y ganaron, todos los domingos me pelaban. Angelito me agarraba los brazos, a veces lo ayudaba Loustau, y algún otro se encargaba de la tijera. También me cortaban los pelos de abajo y después me tiraban talco. No sabe cómo ardía. “Es de cábala, Santiagueño”, decían. Pero nobleza obliga, si ganaban, me daban algo de la plata de los premios. Yo no tenía problemas con eso, lo único que les pedía era que no me tiraran agua fría. Los años que fui boxeador siempre me echaban agua fría en los descansos y después de las peleas y eso me afectó el marote. Un chorro fuerte y puedo quedar duro, no es chiste eso. 

Fíjese lo bueno que eran conmigo, que el día que la Claudia se me fue, Angelito se apareció en el hospital y me dio un sobre con plata.

—Lo juntamos entre todos los muchachos.

Con esa plata pagué el entierro.

Las cucarachas aparecieron de golpe. Cascarudos más bien. Parecían dinosaurios de tan grandes que eran. Una noche empezamos a escuchar ruidos. Con Álvarez agarramos dos fierros sueltos por ahí y empezamos a caminar por el anillo. En una de las entradas, cerca de las vitrinas con las copas, vimos a tres de estos bichos.  

— ¡Ay Jesús, María y José! —grité

Se nos vinieron encima. Anselmo le tiró un puntazo a uno, pero el caparazón era duro. Otro apareció de costado y lo revoleó contra la vitrina. Quedó clavado contra los vidrios. Unas copas se le cayeron encima. El bicho le cortó una pierna con la trompa y después empezó a comerle la panza.

El tercero se me arrimó y cuando alzó un poco el pecho alcancé a clavarle el fierro en la barriga. Salí corriendo y me metí en la primera puerta abierta que vi. La trabé con una silla pero no iba a aguantar los golpes de los otros dos. Abrí la ventana y caminando bien pegado a la pared fui pasando por debajo de la platea San Martín. Tenía que ir lento, los copos revoloteaban delante mío como los mosquitos en verano. El piso estaba húmedo, me resbalé y dos copos cayeron en la zapatilla. Del miedo retrocedí y estampé la cabeza contra la pared. Empecé a ver nublado y tanteé hasta que toqué un vidrio. Era una ventana. Le pegué un hombrazo, se abrió y me tiré adentro. Con mucho cuidado me saqué el pulóver. Tenía varios copos pegados en la lana.

Cuando volví a la cocina, el lugar donde nos reuníamos, le avisé al resto lo que pasó. La mayoría se puso a gritar. Eso avivó a los bichos y a los pocos minutos ya los teníamos tirando abajo la puerta y abalanzándosenos. Yo alcancé a pegarle un piñón en el hocico a uno. Traté de ayudar a Susana pero un bicho la partió al medio. De golpe el piso se inundó de sangre. Vi brazos, piernas y cabezas cortadas. Los alaridos de los bichos tapaban los gritos de dolor. 

Corrí hacia la puerta como un caballo desbocado, sin mirar atrás. Con la panzada que los cascarudos se estaban dando no me vieron escapar. Llegué al vestuario pidiendo la escupidera. Cerré la puerta y aguanté ahí dentro hasta que empecé a escuchar los tiros.

Después de un rato me asomé y no vi ningún bicho. Caminé unos pasos: sentí otra ráfaga de tiros y el ruido de algo pesado caer al piso. 

— ¡¿Hay alguien?!

Repitieron la pregunta cuatro o cinco veces. Aunque me daba miedo, salí al anillo. Vi dos hombres que llevaban un traje que los cubría por completo. Al lado suyo, un bicho con la barriga abierta por los tiros. 

— ¿Usted quién es? —me preguntó el más grandote. 

—Roque Pernía.

—Mi general.

— ¿Cómo?

—Que se dirija a mí como “mi general”. A partir de este momento, usted es soldado del Ejército Argentino. Acompáñenos.

Salimos del anillo y casi por entrar a la cancha me ordenaron que espere. Volvió el más bajo con un traje parecido al de ellos y también un fusil. Después cruzamos la cancha: desparramados, había cadáveres de soldados y bichos. La mayor parte de las tribunas estaban destrozadas. 

—Fórmese en esa columna.

Me puse al lado de un tipo bastante gordo. No tenía pinta de soldado, sin ofender. Cuando se dio vuelta para hablarme, le vi los bigotes gruesos y los anteojos.

—Favalli, para servirle. ¿Cómo se llama usted?

—Roque Pernía.

—Él es mi amigo, Juan Salvo.

Un hombre alto me dio la mano.

—Un gusto  —dijo, pero no parecía interesado en conocerme. Miraba todo a su alrededor. 

— ¡Soldados, firmes! 

Nos formamos. 

— ¡Avancen!

En fila, hundiendo los pies en la nieve, empezamos a caminar en silencio. Miré el estadio. Hubiese vuelto a buscar una foto de Claudia, pero ya no podía volver atrás.

Jorge Castro
Twitter: @FutboleroIntel

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