En el aniversario de la inauguración de la estatua de Juan Román Riquelme, recordamos una de sus jugadas más célebres y recordadas. Escribe Mariano Pussetto.

El actor corre hasta el borde del escenario, clava sus pies frente a las 60 personas que lo miran, atónitas, desde la platea, y lleva las manos hacia sus orejas, como si buscara ampliar la capacidad de escucha. La actuación finaliza en ese mismo instante. La platea aplaude de pie durante más de cinco minutos, ensordecedor. En la primera fila un señor de unos 80 años no puede contener las lágrimas, intenta limpiarse con la manga de la camisa, pero no deja de aplaudir. En la cuarta fila dos mujeres jóvenes se abrazan y ríen, se miran a los ojos, comparten sus sonrisas enormes y vuelven hacia el escenario. Un niño, de unos 11 años, fascinado, desde la octava fila, observa al público, a su papá que también llora y regresa la mirada al actor que sigue ahí, de pie, con sus ojos clavados arriba de la platea, entonces se da vuelta para ver a quién está mirando su nuevo ídolo. El niño mueve la cabeza e intenta abordarlo todo, aunque la adrenalina que siente en ese instante no le permitirá la claridad que los años sí. Sabe que está viviendo un momento único en su vida, lo que no sabe, y ahí mismo emerge el valor de la historia, es que esa escena será inmortal y se recordará como un símbolo de resistencia y lucha. 10.45 de la noche, las luces se apagan. Fin de la obra.

¿Lo imaginaste? Perfecto. Ahora pasemos a algo un poco más real. Día 8 de abril del 2001, juegan Boca contra River por el torneo local en la Bombonera a cancha llena, unas sesenta mil personas.

Que estos dos equipos se enfrenten, produce un ritual único que empieza días antes del partido y finaliza días después o quizás, en algunas ocasiones, no finalice nunca. Los medios bombardean durante muchas horas sobre los entrenamientos, el estado de ánimo de los jugadores, como les fue en sus anteriores juegos, qué comen antes de la competencia y toda una catarata de cosa que sólo usan para completar sus programaciones que se repiten hasta el cansancio. Pero la verdadera esencia de lo que produce el famoso Superclásico se lee en la calle, en los chistes que don Mario les hace a sus clientes en la carnicería, en las apuestas que se multiplican en las oficinas, en la multitud de personas que se amontonan detrás de la ventana de un bar porque la transmisión del fútbol volvió a las manos de unos pocos, en las lágrimas de dolor o felicidad que un partido de fútbol es capaz de generar. La magnitud del Boca-River se puede ver en los cientos de países que emiten el partido, pero más se puede ver en la pasión con la que grita el gol de Boca una niña nacida en España de padres brasileros.    

Dijimos: 8 de abril, barrio de La Boca. Hay penal para el equipo local y Juan Román Riquelme, sí, el mejor jugador de la historia del club, aunque en ese momento no lo podríamos haber dicho de la misma forma que ahora, agarra la pelota y la acomoda en ese punto blanco al medio del área. Nunca me gustaron los penales, son raros, no sé, son pocas las veces que sale belleza de ahí, salvo cuando pateaba Abreu, qué loco lindo ese. Aún así creo que es el único momento que tiene el fútbol donde se produce un freno abrupto, y todo, absolutamente todo, se centra en ese punto blanco y en la pelota que descansa en él. Un juego de veintidós tipos se reduce solo a dos. Pateador y arquero, no hay más. Entonces ahí están, las sesenta mil miradas en la misma escena, Román y Costanzo, el arquero de River, mano a mano.

Ahora retrocedamos un poco. Año 1998. Después de seis años de sequía de títulos, de no salir campeón -el último había sido en 1992-, asume Carlos Bianchi como Director Técnico del equipo y va a comenzar el ciclo más exitoso de la historia del club. Riquelme, que había debutado en 1996 con apenas 18 años, va a destacarse en ese renovado y exitoso Boca de Bianchi que ganaría el torneo Apertura de ese año. En ese entonces, Mauricio Macri era el presidente de Boca. Había asumido en diciembre de 1995 y lo continuó siendo hasta el año 2007.  12 años. Luego será Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y posteriormente presidente de la Nación. El detalle no es menor, pero esta historia le antecede.    

Al año siguiente, 1999, Boca volvería a ganar el torneo local y en el año 2000 ganaría los dos títulos más importantes para los equipos de fútbol del continente Americano, la Copa Libertadores y la Copa Intercontinental. A esta última se la debatiría y ganaría al Real Madrid, el equipo de fútbol con más títulos internacionales del mundo, ese día, Riquelme, un pibe de 22 años, sería admirado por el mundo entero.

Bueno sí, yo sé que es muy detallado todo esto que te cuento y vos pensarás que me estoy yendo de tema, pero sucede que si no explico todo esto, lo que le sigue a esa pelota que descansa en el punto penal no tiene sentido. Solo un poquito más.

Año 2001, días antes del Boca-River que te cuento, el entonces presidente del club, Macri, no acepta la mejora de contrato que le había pedido Riquelme. Pero ojo, en ese momento Riquelme era deseado por los grandes de Europa. A donde quiero llegar con todo esto, es a explicarte cómo se presentó esta relación de poder; cómo, mientras Macri ejercía su gobierno, una resistencia fue creciendo silenciosa y encontró un momento perfecto para escenificarse, para mostrarse precisa, para encumbrar eso que los historiadores llaman los grandes hechos de la historia. 

Ahora sí, el mismo suspenso que aguantan las sesenta mil miradas que esperan gritar gol. Román afuera del área, Costanzo parado sobre la línea del arco, el árbitro da la orden, disparo, atajada, rebote, cabeza, GOL. El estallido es ensordecedor, Riquelme se da vuelta y corre hacia la mitad de la cancha, en el camino esquiva a sus propios compañeros que quieren abrazarlo, él sigue corriendo en dirección a la tribuna lateral, corta la carrera y se frena justo en frente del palco presidencial donde Mauricio Macri, como el resto de los hinchas, festeja el gol. Riquelme lo mira fijo y se lleva las manos a sus orejas, como si buscara ampliar la capacidad de escucha, son 16 segundos en total. Sesenta mil personas corean, desaforadas, su apellido. Te juro que el barrio entero de La Boca todavía recuerda el “Riqueeelme, Riqueeelme” que desborda en las tribunas.

El partido finalizó 3 a 0, pero eso sí que no tiene importancia. Lo que importa acá es lo que pasó en eso dieciséis segundos que te conté. Siempre quisieron explicar el por qué de ese gesto, es que Riquelme, al final del partido, dijo que era porque a su hija le gustaba mucho el topo Gigio. Que Riquelme no haya explicado, por sí mismo, el por qué, hizo que el periodismo hiciera las interpretaciones a su propio gusto y para peor, lo redujera a una mera discusión salarial. El artista le da vida a su obra y los denominados expertos lo parasitarán. El tema acá está, más que en el por qué Román le hizo el topo Gigio a Macri, en explicar cómo es la relación de poder que en ellos existe, porque solo ahí podemos ver el verdadero juego en el que estamos inmersos, un juego de dominación y resistencia que se disputan, se condicionan, se alimentan y son distintas caras de una misma relación. Pero ésta relación, la de Riquelme con Macri, tiene la capacidad de ofrecerse como ejemplo, porque la maravilla radica en encontrar esos intersticios del poder, y en este caso, Román encontró el momento justo para tornar visible eso que opera en cualquier relación humana, pero sobre todo, fue el instante preciso, para producir un efecto concreto de resistencia y explicitar el absurdo de la dominación. Es eso, encontrar la luz que filtra por las grietas.

Así, ese símbolo eternizado en la memoria de millones, será por siempre una caricia al corazón de los descorazonados, y ese niño sentado en la platea, que recuerda la emoción de su papá, el llanto de un abuelo, el abrazo entre mujeres, ese niño que mira al actor y no puede poner en palabras eso que le explota en el cuerpo, ese niño, 19 años después, se volverá a conmover porque finalmente entendió que no habrá poder sin libertad.

Mariano Pussetto

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