Hace 7 años arrancaba el mundial de Brasil. Allá fuimos cargados de sueños que entierren de una vez y para siempre nuestras frustraciones mundialistas. El intento pasó cerca, muy cerca. Brasil 2014, el mundial que nos define como generación futbolera. Escribe Ezequiel Scher.
Estuvimos ahí y no nos salió. Eso nos explica.
Podríamos decir que lo primero es que no vimos al mejor Diego. Ni el del gol contra los ingleses. Ni el del Nápoli. Ni el del pase a Caniggia en el 90. No. Nuestra fusión de espermatozoide y óvulo se dio a destiempo. Nacimos después de Maradona. Y lo sufrimos.
Hasta que apareció Messi y pudimos empezar a pelearla. El Barcelona mostró durante una década, hasta dos veces por semana, que había un genio. Uno de esos personajes inéditos de la vida. Un escudo para no tener envidia. Una espada para golpear la mesa y refregar que el presente está para darle pelea a ese pasado. Si vos sos Diego, yo soy Messi. Los Messis.
La diferencia del 2010 al 2014 era significativa porque ya no estaba Maradona. Todas las luces apuntaban a nuestro 10. La responsabilidad era nuestra. Messi hacía años era el mejor jugador del mundo. Estábamos seguros de que teníamos para pelearla: Di María, Higuaín, Agüero, Mascherano y unos cuantos más llegaban en un gran momento.
No era el Azteca, pero era el Maracaná. Río de Janeiro nos recibió con un calor en pleno invierno que nos rompió la cabeza. Esperábamos los partidos tomando birra en la playa y mirando la Copa en pantallas gigantes. Era el escenario ideal para ser nuestro mito.
Mejor dicho: nuestro hito histórico. Con el que oprimiríamos a las nuevas generaciones y nos plantaríamos, para siempre, contra el bullying social sufrido. Expresado en cafés, en cervezas, en asados, en la cancha y desde la tv como una descalificación hacia nuestro equipo. Ese vómito amasado en las cuerdas vocales de Fernando Niembro en el 2011, después de perder por penales contra Uruguay, en la Copa América. Con miles de puntos de rating al servicio de un discurso discriminador que ponía en discusión el amor y la entrega de los jugadores a la camiseta. El arte de pegar en el piso.
Un gran editor, Néstor López, me teorizó una vez: “El problema es la infelicidad de la gente. Yo, cuando miraba a Maradona, era un pibe, no hacía nada, no tenía problemas, y no le pedía a Diego que me resolviera la vida. Ahora, cuando veo a Messi, tengo cuentas que pagar, quilombos laborales, una familia, y lo veo y le exijo que me haga feliz, al menos, en ese rato”. Nos fumamos esa infelicidad.

Pero teníamos nuestro héroe. Estaba ahí. Y habíamos llegado: Messi héroe de la primera ronda, Di María de octavos, Higuaín de cuartos, Mascherano y Romero de semifinales. La literatura dándose en vida.
Y jugamos una gran final. Nos anularon un gol, pero Higuaín tuvo otra. Messi una más. No nos cobraron un penal. Palacio una más. Pero aparecieron los alemanes y lo arruinaron todo. Un tipo llamado Götze, al que ni conocíamos y jamás nos habíamos metido con él, se metió para cagarnos la chance de poder levantar el dedo donde fuera y decir: “Pero nosotros, en el Maracaná…”.
Ojalá ese maldito Götze sepa lo que nos hizo. Que sepa que será nuestro karma de por vida. Que sepa que estuvimos ahí nomás y no nos salió.
Eso nos explica. Hay que llevarlo con orgullo.
Ezequiel Scher
Twitter: @zequischer
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