Ayer se celebró el Día de la Abuela. Esta historia, ocurrida en 2009, durante la final de la Copa Libertadores entre Estudiantes y Cruzeiro, tiene a una abuela como protagonista fundamental. Escribe Pablo Lofiego.

Ese día el despertador no sonó, hasta se podría decir que yo lo desperté a él. La noche del 14 de julio de 2009, no fue una noche más. Sería el comienzo de un día lleno de emociones.

Me levanté a las 7 como todos los días, aunque hoy, tenía algo distinto. Estaba la chance de hacer historia. La edición número 50 de la Copa Libertadores se definía en el Mineirao y el Pincha de Sabella y compañía era uno de los finalistas.

Desde la mañana temprano, la ciudad estaba eufórica. Muchos cumplían sus cábalas, porque si hay algo imperdonable para un pincharrata de ley, es no cumplir con los rituales cabalísticos antes de cada partido importante.

Yo había ido a trabajar con el mismo jean que usaba para ir a la cancha, ya sé que el partido era a la noche, pero todo empezaba desde temprano. No se podía dejar nada librado al azar.

Con mi hija hacíamos planes, ella no podía ocultar su emoción. Milagros era la mayor, la que me acompañaba a la cancha, la que sufría conmigo y disfrutaba.

El día no terminaba más, las horas pasaban lentas. Llegada la noche el frío invierno se hacía sentir. La luna se había ido a dormir temprano, cubierta por una manta de nubes espesas que no la dejaban asomarse. Pero por dentro corría calor, sangre en ebullición roja y blanca con hambre de gloria. Se había cenado temprano para no distraerse. Cada uno estaba en su lugar, su silla establecida desde el primer partido de la Copa cuando jugábamos de visitante. Porque de local se iba a la cancha, al lado de la quilombera, como dice mi hija.

Las calles estaban desiertas. El murmullo con cada ataque pincharrata se sentía desde cada casa. Recién nos levantamos de la silla para estirar las piernas al finalizar el primer tiempo.

Arrancó la parte final. A los seis minutos, baldazo de agua fría, gol de Cruzeiro. Mi hija me miró cabizbaja, queriendo contener lágrimas de bronca, de dolor.

   -Tranquila hija, lo damos vuelta

Cinco minutos más tarde la Gata lo empata. Gritamos, nos abrazamos. Caballo que empata ganar quiere, le dije y se quedó mirándome. ¡Caballo que empata ganar quiere!, recordé la frase de mi abuelo.

Él se había ido en el 2003, seguramente estaba haciendo fuerza por Cruzeiro, como buen tripero que era. En cambio mi abuela era pincha, no se si por decisión propia o sólo para llevarle la contra a él y apoyarme a mí. Mi abuela nos dejó en el 2000. Me dejó, se fue sin darme tiempo a despedirme. Mi relación con ella era excelente. Compinches, éramos muy compinches.

El partido siguió, los nervios aumentaban, hasta que de repente, a los setenta y un minutos, escapada de Enzo Pérez, centro y despejan. Tiro de esquina para Estudiantes. Boselli se elevó como el Tata Brown a Vélez, en ese partido suspendido que nos dejaría a las puertas del título en el ‘82. Y ahora nos dejaba en las puertas de la Cuarta Libertadores.

Goooooolllllll carajo!!!!

Estábamos arriba en el marcador y con buen juego. Los dieciocho minutos que quedaron fueron interminables. Pero yo estaba tranquilo, confiado. Algo me decía que el triunfo era nuestro. Cuando el árbitro pitó, me desplomé de rodillas en el suelo y mi hija me abrazó. Recién al otro día, cuando dieron la repetición en los noticieros, vi que nuestro abrazo fue similar al de Verón y Enzo.

Lloraba, llorábamos.

Cómo no voy a llorar, si me banqué a mi viejo contándome sus épocas de gloria vividas en la década del sesenta como si nunca fuera a volver a pasar.

Cómo no voy a llorar, si hice fuerza con Bilardo desde el palco para que el árbitro lo de por terminado.

Cómo no voy a llorar, si defendí al Narigón contra los que nos tildaban de anti fútbol y ahora estamos siendo reyes de América en Brasil.

Cómo no voy a llorar, si tenía la chance de abrazarme con mi hija y salir caminando debajo de la lluvia hasta la mística esquina de 7 y 50. Juntos, de la mano, como me llevaba mi viejo a 1 y 57.

Ese día el despertador no sonó, hasta se podría decir que yo lo desperté a él. La noche del 14 de Julio de 2009, no fue una noche más. Esa noche fue especial. A veces los sueños son tan reales que no sabés de qué lado de la delgada línea estás.

– ¿Qué te pasa Pablúnchele que no dormís?

– Estoy nervioso abuela, ¡mañana tenemos que ganar!, por algo llegamos hasta acá.

– Dormí y dejate de joder. – me dijo – Mañana ganan, y tu abuelo llora acá arriba.

Y sólo como ella sabía hacerlo, con complicidad, con picardía, me guiñó el ojo por última vez.

Pablo Lofiego

Twitter: @paul_loff

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