En noviembre de 2004 el Kun empezaba a dejar su huella en el fútbol argentino con un golazo a Estudiantes. Su paso por Independiente dejaría gambetas, golazos y una despedida con lágrimas e impotencia. Un crack que no era la excepción sino la regla de esos años del fútbol argentino. Escribe Juan Stanisci.
Cuando llovía, en el gimnasio del colegio no se escuchaba nada. Todo era lluvia. Una gota tras otra reventando contra el enorme techo de chapa. Había que hablar fuerte, casi a los gritos. Algunos sectores del piso de madera verde se iban llenando de charcos. Así, a los gritos, le hablé al profesor de Educación Física:
– ¿Viste el gol del pibe de Independiente?
Un chico de doce años le dice pibe a uno de dieciséis, deformaciones que produce el consumo de periodismo deportivo a esa edad.
– Un golazo, pinta para crack ¿Le viste las piernas?

Las piernas como un paréntesis. Más que nada cuando agarra la pelota y encara. La noche anterior había recibido afuera del área, sobre el costado izquierdo. En el mismo toque la paró y giró. Quedó de frente a tres defensores. Con el cuerpo indicó que saldría hacia la izquierda. La pelota se quedó quieta. Los defensores creyeron el engaño. Con la derecha llevó la pelota hacia el medio. Se había hecho el espacio necesario. Dio un toque para perfilarse y le pegó con todo el empeine. La pelota salió disparada y no frenó hasta clavarse en el ángulo. Era su primer gol en primera.
– Encima debutando.
– No, ya había debutado el año pasado.
Eran años de camisetas de manga larga, las tarjetas redondas de Ángel Sánchez, Fútbol de Primera, TyC Max, tocones, bengalas y, claro, hinchas visitantes. Ese primer gol lo hizo en la Doble Visera, de cara a la hinchada de Independiente. Como diciendo: «Hola ¿Qué tal? ¿Vamo a juga?».
Hoy parece increíble, pero en aquel entonces era normal. No era sorpresa que surgiera un pibe con gambeta y un sinfin de golazos en los botines. Saviola, Aimar, Milito, Riquelme, Tévez. Todos habían jugado, o jugaban, en el fútbol argentino hasta hacía poco. Fútbol argentino en estado puro.
Casi un año después de ese golazo inicial llegó la confirmación. Fue un mediodía, también en la doble visera. Las estadísticas dirán que Nicolás Frutos hizo tres goles. La memoria, en cambio, tiene dos nombres: Diego y Sergio. Se jugaba el segundo tiempo, el partido estaba liquidado. Sobre la banda izquierda, recibió y fue a buscar el arco contrario. Dos contra dos. Empezó a mentir. Que voy para acá. No mejor voy para allá. Creo que se la voy a dar a Frutos. O no, capaz me la juego yo. El defensor compraba todas las opciones. Vale decir que nunca lo soltó. Técnicamente el pibe nunca lo pasó. No le hizo falta. Entre tanto amague encontró lo que buscaba. Un espacio grande como su garganta al abrirse diciendo gol después de cruzar el zurdazo.

Otra vez lo increíble: duró un año más. Repartió golazos en casi todas las canchas. A River le hizo dos en una noche de verano, el segundo con un enganche que dejó a media defensa mirando la nada. Racing volvió a sufrirlo. Hasta que llegó una fría noche de sábado en Bahía Blanca.
«Tengo cuatro amarillas, el partido que viene es el último, me quiero despedir de la hinchada, si hago alguna falta no me amonestes», algo así le dijo a Diego Abal, el árbitro. El referí le dijo que no se haga problema, que juegue. El engaño esta vez se lo comió él. Antes tuvo tiempo de romper el partido poniéndole un pase a Emiliano Armenteros sin mirar. A los pocos minutos encara, el defensor le puntea la pelota y se lo lleva puesto.
Ve venir al árbitro. Trata de convencerlo con algún gesto pero ya es tarde. Tiene la amarilla en la mano. Se perderá el último partido. No habrá despedida, ovación ni aplausos. El mundo se derrumba. Lleva las manos a la cabeza. Se tapa la cara con la camiseta. Llora. Tiene dieciocho años y acaba de comprender los significados de la injusticia, el dolor, el desamparo y la impotencia sin tener que buscarlos en el diccionario.

El partido le dará tiempo para una pequeña revancha. Ustari saca largo y lo deja mano a mano con un defensor. Con el cuerpo dice que irá hacia el medio, pero tuerce el tobillo exageradamente y cambia la dirección de la pelota. Traba. Pasa. Entra al área y le hacen penal. No podrá ser en su cancha y contra Boca, pero al menos se despide gritando un gol más.
Ya en los vestuarios le entrega su última camiseta a un periodista. De fondo un pibe, seguramente de su edad e hincha de Olimpo, le dice «Vamos Kun». Ahora ya no llora. Sonríe, medio escondiéndose bajo su flequillo. No estábamos acostumbrados. No sería hasta luego. Sería adiós para siempre.
Juan Stanisci
Twitter: @juanstanisci
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