Un periodista argentino viaja a la isla de Italia ubicada en el Mar Tirreno. Un encuentro fortuito y un nombre le dispara montones de recuerdos. Alfredo Di Stéfano, La Máquina de River y Lionel Messi. Escribe Ernesto Lucero.
La historia de Alfredo Di Stefano atravesó esa tarde como una “saeta rubia” la breve geografía de la isla. Fue una ráfaga que sorprendió al cronista cuando seguía las pisadas de las grandes estrellas que habían elegido ese mítico escenario para proyectar su arte en la pantalla. Brigitte Bardot, Michel Piccoli, Julie Christie, Dirk Bogarde, Elizabeth Taylor, Richard Burton, Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, dejaron sus rastros seducidos por Capri.
Once upon a time… mejor sería, c’era una volta in Italia, je… Hace una pila de años estaba en Nápoles y mientras hacía una serie de notas para medios nacionales aproveché la volada y me tomé un vaporetto hasta la isla de Capri.
Era temporada baja, diciembre, venía de cagarme de frío en Alemania y el solcito de Roma, primero, y después el del Olimpo del Diego Armando (recién caigo en la cuenta de que es el segundo nombre de Mandi), me entibiaron el almita y pude escribir y hablar para el programa de radio, sin esa bronca que casi siempre me provoca el frío porque me recuerda la colimba en la Patagonia.
Ir a Capri por primera vez para un changuito criado en un ingenio azucarero de Tucumán, que a duras penas se pudo reponer del deslumbramiento que le había provocado su trasplante a Buenos Aires en la adolescencia, resultaba acojonante.
Llevaba conmigo una Minolta reflex analógica con la que tomaba fotos muy buenas y a medida que la lancha de pasajeros se aproximaba a la isla, recordaba las pelis que veía a mediados de los 60’ en las salas del Lorraine, del Loire y del Losuar, ya desaparecidas de la calle Corrientes.
Faltaban muchos años para que Massimo Troisi filmara la bellísima Il Postino (y para que muriese de un infarto justo un día después de finalizar el rodaje), sobre la novela Ardiente Paciencia, del chileno Antonio Skármeta, que narraba los seis meses vividos por Neruda en su exilio de Capri.

Así que no era ese el momento para ir a buscar las deseadas huellas de la sorprendente belleza de María Grazia Cucinotta como también las de Mario Ruoppolo, el marinero que dejó las barcas de pesca porque se mareaba y pudo conseguir un conchabo en el correo como el cartero que moría de amor por ella, aunque sólo la pudo conquistar cuando plagiaba los poemas de Neruda. En cambio, el día pintaba muy bien para buscar las “pisadas” de Brigitte Bardot en Le Mépris, “El desprecio” de Jean-Luc Godard.
También era un tiempo en el que se abría una ventana por la que volvía a entrar el cine que me había llevado desde las plateas de las salas hasta Capri y me permitía ver, sobre el mar y bajo los cielos claros, las imágenes de Richard Burton en esos verdaderos duelos del arte interpretativo que mantenía con Elizabeth Taylor, en la poética “Ángel de la muerte” de Joseph Losey.
Entre las películas cuyo protagonismo adquirió de algún modo esa isla, no puedo evitar la mención de Darling, de John Schlesinger, con la magistral actuación de Julie Christie (ganó el Oscar a la mejor actriz por ese papel en el que interpretaba a una modelo amoral) y de Dirk Bogarde.
Y aquí quiero hacer una confesión: Julie Christie fue uno de esos grandes metejones del celuloide que acaso se puedan tener sin vergüenza a los veinte.
Mientras contemplaba el vuelo de las aves acuáticas sobre la lancha, se proyectaron otros films de mi archivo… La Piel, de Liliana Cavani, protagonizada por Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale y Burt Lancaster, un documento sobre la devastadora Segunda Guerra en Nápoles, basada en la novela de Curzio Malaparte (contornos de su legendaria casa en Capri se ven en una escena de El desprecio).

Tal y como me pasó casi siempre en muchos viajes por el mundo, llegué a la isla con escasa información previa sobre la geografía, la historia, la población, la economía, la arquitectura y todos los datos duros que como sociólogo y periodista se descontaba necesario recabar previamente (¿vagancia, irresponsabilidad, alguna tara de naturaleza neurótica?).
Pero ese era un laburo que me tomaba un tiempo después de haber olfateado, recorrido y mirado el lugar estando a poncho. Creo que prefería dejar correr dentro de mí todo lo que había podido “saber” del lugar de destino a través de novelas, poesías o películas. Emoción al palo.
Salté del vaporetto y empecé a trepar por las empinadas callejuelas de la isla (dejo para la próxima algunos interesantes descubrimientos que hice en el trayecto), hasta llegar horas después a una altura en las colinas que me permitía ver el Tirreno y, tal vez, a lo lejos, la silueta de la península de Sorrentina y, hacia abajo, una pequeñísima playa.
Bajé con alguna dificultad por una especie de acantilado con escalones irregulares y precarios y recorrí la arena en forma de herradura, mientras flotaban a mi alrededor aquellas estrellas del cine con el que imaginé Capri mucho antes de poder estar allí, un poco ansioso por encontrar alguna persona que me tomara una foto para probar que había estado en ese lugar.
Creo que no tenía la posibilidad de obtener una imagen mía de forma remota con esa cámara. Y estaba a punto de volver y subir la cuesta, cuando apareció un tipo joven, atlético, muy rubio, que me saludó con una sonrisa leve y agitaba una mano mientras se quitaba la camisa y las zapatillas en las orillas del Tirreno para zambullirse en un mar de olas suaves y agua templada para ese diciembre invernal.

Lo vi nadar con decisión y mucha soltura en las brazadas y decidí esperar a que volviera por sus cosas para pedirle la foto que quería.
Hablamos un poco con la dificultad de mi rudimentario italiano pero que alcanzaba para pedirle que me tomara un par de fotos y, además, contarle que venía de la Argentina. Mientras preparaba la cámara para enfocar mi imagen me contó que era arquitecto y oriundo de Capri, donde vivía con su familia.
Algo se interesó por Buenos Aires y me dijo que tenía un pariente allá que era jugador de fútbol y que tal vez lo conociera, pero en seguida abandonó la idea mientras decía que eso era muy difícil ya que se trataba de una ciudad tan grande.
Le dije entonces que si había sido jugador profesional era muy posible que lo conociera o al menos haberlo sentido nombrar. Y cuando me devolvía la Minolta murmuró el nombre de ese tío suyo, un tal Alfredo Di Stefano.

Por la cabeza del cronista desfilaron recuerdos e imágenes del ídolo de River y del Real Madrid que sólo había podido ver en los diarios y en la tele y también imaginar en los detallados relatos que me hacía el Chiche Fernández, un querido amigo que lo vio jugar sobre el “verde césped”.
El “Alemán” Alfredo Di Stéfano, apodado después y para siempre como la Saeta Rubia por Roberto Neuberger de la revista River, era nieto de Miguel Di Stéfano, nacido en Capri, que emigró a la Argentina casado con una genovesa, doña Teresa Ciozza y fue a vivir a la Boca.
En los potreros cercanos a la Bombonera empezó su romance con la pelota el jugador “total” e hincha de River, que integraría después la memorable delantera del equipo que lucía la inconfundible casaca blanca abotonada y cruzada por una banda roja, junto a Reyes, Moreno, Labruna y Lousteau en 1947. La llamarían la “eléctrica” para distinguirla de “La Máquina” que había cambiado de locomotora un año antes y quedar para siempre en la estación de la historia.

Mientras, en esos instantes en los que el tiempo parece detenerse, en los archivos del cronista apasionado por el fútbol y por el cine, surgió todavía más información sobre la Saeta Rubia.
Sobre La Máquina, recordaba a Muñoz, el wing derecho de gambeta fenomenal en aquella delantera, que Alfredo Di Stéfano lo reemplazó por lesión en dos o tres partidos en el mítico quinteto riverplatense.
No es muy frecuente encontrar a un futbolero memorioso que recuerde algo que Di Stéfano le dijo a El Gráfico hace pocos años, en 2009. Le preguntaron quién había sido en su opinión el mejor jugador que vio en su larga historia en lo más alto del fútbol mundial. No dio un único nombre, dio cinco: «Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. De ahí sacá el que quieras».
Pero antes y de muy purrete iba a ver las prácticas de uno de los inolvidables equipos de Boca, cuyos delanteros eran Cherro, Benítez Cáceres y “Pancho” Varallo.
Cuentan también que otra leyenda del fútbol mundial, Ferenc Puskas, “la mejor pierna izquierda que ha pisado el Bernabeu”, fue conocido como Pancho Puskas gracias al apodo que le puso Di Stefano ya que lo encontraba muy parecido en varios aspectos de su juego al Pancho Varallo del xeneize.
El sobrino esperaba una respuesta mía que no recuerdo haber dado en medio del estupor que me había provocado su revelación. Cuando se despedía alcancé a tomarle una foto para documentar el encuentro.
El recuerdo de aquel joven nadador de Capri con físico de deportista, se disuelve a la distancia y mientras se alejaba al trotecito por la playa, me pareció haber visto que se gambeteó a un rival y seguía con la pelota entre sus pies, justo como lo hacía la Saeta Rubia. ¿O era mi imaginación?

Al volver a Buenos Aires me apresuré a llevar la foto del sobrino de Di Stéfano a un funcionario del Senado de la Nación que se llamaba Mario Fassi, a quien conocía porque para entonces yo era cronista parlamentario (entre otros menesteres). Fassi estaba casado con Norma, la hermana de la Saeta Rubia, y al volver a Buenos Aires le di la foto que le había tomado al sobrino de su mujer y de su cuñado, de quien nada sabían.
No encuentro esa fotografía para poder recordar la cara de ese ragazzo que suponía que un argentino no podía saber quién era su tío. Era claro que tenía menos fútbol que Billiken, como dijo Messi en una nota de humor.
Ernesto Lucero
P.D.: Mandi es Armando Vidal, uno de los más valiosos y más respetados periodistas que conocí en el gremio. Fue durante muchos años el responsable, entre otras secciones de Clarín, la de los cronistas parlamentarios del diario. También es el autor de Congreso en la Trampa, un libro imprescindible. Futbolero como tantos, Mandi es hincha de Quilmes, pero además un ferviente admirador de su tocayo en segundo nombre, el Diego Armando Maradona.
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HERMOSO RECUERDO CON EMOCIONANTE RELATO DE UN PERIODISTA EN SERIO QUE SABE SER AMENO Y EMOCIONAR CON SU ESCRITURA
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