De la mano de Diego Martínez, Tigre jugará la final contra Boca en Córdoba mañana por la tarde. La historia del técnico que comienza una mañana en Ituzaingó y pasa por todas las categorías del fútbol argentino. Escribe Lucas Bauzá.
La parte del león
El 13 de abril de 2016, a las seis de la mañana, sonó el despertador en la mesita de luz de Diego Hernán Martínez. Las cenizas del día anterior se encendieron, y en cuestión de segundos todo era fuego. Nuevamente fuego. El gol de Matías Basualdo, a quince minutos del final, desencadenó un terremoto de puteadas, enojos, cuestionamientos y dudas. Ituzaingó 0 – Victoriano Arenas 1.
Después de desayunar, Diego Martínez guardó sus elementos de trabajo en la mochila y salió de su casa rumbo al entrenamiento. Uno más. O no. No era un entrenamiento más. Porque el arranque no había sido el esperado y el León del Oeste naufragaba en el fondo de la tabla de la última categoría del fútbol argentino. La barca de Diego Martínez naufragaba en el fondo del fútbol argentino. Tres derrotas, dos empates y apenas una victoria en su estreno como DT de un equipo de mayores. Así arrancó su historia: en el fondo de los fondos, como el anteúltimo orejón del tarro. Un sitio partidario de Ituzaingó definió al equipo – y por lo tanto a Diego Martínez– “muy golpeado por su realidad futbolística”. Y era verdad. Por supuesto que Diego Martínez estaba muy golpeado por la realidad futbolística de su equipo. Pero algo pasó en ese entrenamiento del miércoles 13 de abril. O algo ya había pasado en la pretemporada. O, quizás, más atrás, cuando el entrenador formó parte del proyecto La Masía. Algo que tiene que ver con las convicciones. Con los procesos. Con el trabajo.

Ese Ituzaingó de Diego Martínez, ese mismo equipo ese mismo León, luego vencería a General Lamadrid por 2 a 0, a Claypole por 3 a 1, empataría en 1 con Leandro N. Alem, y ya no frenaría: 1 a 0 a Juventud Unida, 3 a 0 a Yupanqui, 2 a 0 a Lugano, 1 a 0 a Argentino de Rosario y 1 a 0 a El Porvenir. Siete triunfos y un empate, catorce goles a favor y dos en contra, para terminar subcampeón, a un punto del Porve de Horacio Montemurro.
Convicción, proceso, trabajo. Y, claro, una dirigencia que lo bancó en la tormenta. Así, Diego Martínez sentó las bases de un Ituzaingó que actualmente está puntero en la Primera B, y decidió avanzar un paso. Lo esperaba otra dirigencia a la altura. Lo esperaba otro desafío. Lo esperaba la Primera C.
Horizontes de grandeza
En Cañuelas, Diego Martínez junto al resto de su cuerpo técnico estuvieron durante un año y medio. La campaña del primer torneo fue extraordinaria: 18 triunfos, 9 empates y 11 derrotas lo dejaron en el tercer lugar de la tabla, lo que le posibilitó al club del sur de la provincia participar del octogonal por el segundo ascenso. Un ida y vuelta cerrado con Deportivo Merlo, que solo tuvo un único gol por parte del Charrúa, lo dejó afuera. Pero Diego Martínez estaba más adentro que nunca. Un amistoso entre Cañuelas y un Tigre que competía en Primera A, favorable para el Tambero en el resultado, pero también en el juego, impresionó a Ezequiel Melaraña, presidente del Matador. Y su nombre fue anotado en una carpeta, sonó en algún café determinante de Victoria, quedó picando en la oficina del hombre que tenía la llave –y los votos que faltaban– para sacar al monstruo que en esos momentos habitaba la Casa Rosada.
El cartero llama una vez
Volvamos a Diego Martínez, el hombre que retrocede para avanzar. Comunicaciones. Primera B. Retroceder para avanzar. Pegarse un porrazo para descubrir los puntos débiles. Aprender, bah. Porque Diego Martínez, en su errático y fugaz paso por Comunicaciones, aprendió mucho. Él mismo lo comentó en el podcast de los muchachos de Bundeslumpen, esos artistas. Que había aprendido mucho. Los que también habrían aprendido mucho –o no–, los que están aprendiendo mucho en este mismo momento –o no– son los (¿ex?) dirigentes del Cartero. Convicción, proceso, trabajo. Eso le sobró a Diego Martínez, pero eso –la convicción en las decisiones que se toman, el respeto por los procesos y el tiempo de trabajo– son bienes escasos en el fútbol argentino, y después de apenas cinco partidos, con cuatro derrotas y un triunfo, fue echado. Pero no se fue por la puerta de atrás; se fue declarando lo siguiente: “Estoy muy sorprendido por mi salida, no la avalo pero la acepto. Considero que el equipo intentó jugar a lo que uno propone. Si uno analiza los resultados es muy pobre, yo analizo el juego y fuimos superiores a los rivales que nos tocó enfrentar”. Pocos le prestaron atención a esa declaración. Pero Diego Martínez le estaba hablando a todo el fútbol argentino. Y este, muy pronto, lo iba a escuchar.

Los infiltrados
Tocaba volver a retroceder. Volver a la Primera C. El siguiente paso fue Midland, histórico rival de Ituzaingó, la segunda casa del DT. Y ahí no había tiempo ni proceso ni trabajo, solo urgencias –de unos– y convicciones –del otro–: le tocó agarrar un fierro caliente que el día anterior había perdido 3 a 0 contra Cañuelas y que en cuatro días se enfrentaría a Excursionistas. El debut fue victorioso. Un par de meses después, Midland quedó eliminado en cuartos de final ante Luján. Diego Martínez mordía el polvo otra vez, esta vez el de Los Polvorines, lugar neutral donde se volvió a escurrir el sueño de la vuelta olímpica, de la coronación.
Hasta que llegó su hora
El DT armaba grandes tortas, pero siempre le faltaba la frutilla. Tocaba avanzar definitivamente. Tocaba volver a casa. A otra casa.
Estación: Caseros.
Cerca del centro, pero lejos. Cerca del barro, pero lejos. Cerca de las luces, pero lejos.

Cerca de la Primera A, pero lejos.
36 victorias, 13 empates y 17 derrotas. Un ascenso al Nacional B jugando al fútbol que le gusta a la gente. Una semifinal en Copa Argentina ante el River de Gallardo. Todo el ecosistema del ascenso hablando de su equipo, los grandes y los chicos, los rústicos y los líricos, los mandamases y los buffeteros, los jugadores que había tenido y los jugadores que había enfrentado. Todos sabían que Diego Martínez se las traía. Y ahora se las llevaba. A la Primera A se las llevaba. O, mejor dicho, las devolvía. Porque Diego Martínez había bajado de la cima del fútbol argentino.
Rescatando al soldado Barco
Diego Martínez se alejó del Club Atlético Boca Juniors a fines de 2015, para iniciar su camino como DT de mayores en Ituizaingó. Ahí, en Boca, bajo el ala del Coqui Raffo, formó a las categorías 2000, 2001, 2002, 2003 y 2004 en las categorías infantiles y pre-novena. Tuvo a Valentín Barco, que llegó como volante creativo y con Diego Martínez pasó al lateral izquierdo; a Agustín Sandez, que llegó como extremo izquierdo y con Diego Martínez pasó al lateral izquierdo; a Agustín Almendra, Vicente Taborda, Aaron Molinas, Marcelo Weigandt, entre otros. ¿Algunos de esos otros? El Equi Fernández, Facundo Colidio y Agustín Obando.

El Caballero Oscuro
Cuando se alejó del Xeneixe, los radares del mundo del fútbol no se percataron del movimiento de piezas. Era uno de tantos, y Diego Martínez aún se movía entre sombras. Pero tiempo después declaró que sus amigos y conocidos, al enterarse de esa decisión, le habían dicho que estaba loco y que era demasiado arriesgado. Había retrocedido para avanzar, había arriesgado, y lo había hecho en grande. Y como hablamos de retrocesos, avances y movimientos arriesgados, pasemos al capítulo Godoy Cruz Antonio Tomba. Un avance que fue un retroceso.
Rápido y furioso
Omar Asad, Diego Cocca, Gabriel Heinze, Martín Palermo, Jorge Almirón, Diego Dabove, Sebastián Méndez, Lucas Bernardi, Diego Flores. El orden no importa. Cuando llegó la pandemia en marzo del 2020, José Mansur, presidente de Godoy Cruz, y Diego Martínez, eran como Olivera y la Maga: dos que andaban sin buscarse sabiendo que andaban para encontrarse. Y se encontraron. Uno salió con el corazón roto. Llegó al final, llegó al cielo, pero el final era el comienzo y el cielo era la tierra.

Misión imposible
Con las manos en los bolsillos, vagando por la ciudad, mirando de reojo el río, Diego Martínez llegó hasta el despacho de Ezequiel Melaraña. Salió de ahí con el buzo principal de Tigre y con una escoba que debía barrer el salón después del final de la fiesta. Tocaba cerrar un ciclo. Pero no había que barrer papel picado y colillas de cigarrillo, no; había que invitar a la salida a los novios, al suegro y al que había puesto la tarasca para la joda. Había que tener personalidad. Diego Martínez, de arranque, les comunicó a Cachete Morales, al Chino Luna, a Román Martínez y al Patito Galmarini que no los tendría en cuenta. Solo el Patito se quedó a pelearla. O, más bien, a disfrutarla. Porque la historia entre Tigre y Diego Martínez fue –y es– idílica. Ahora, vista a la distancia, es idílica. Pero solo ellos –jugadores, cuerpo técnico, hinchas y dirigentes– saben lo difícil que fue atravesar la Zona A del Campeonato de Primera Nacional 2021, que comenzó el 12 de marzo y terminó el 21 de diciembre, los enfrentó a Nueva Chicago y Chacarita, los hizo viajar por Córdoba, Mendoza, Santiago del Estero, Mar del Plata y Tucumán, y que terminó con Tigre un punto por encima de Quilmes y Almirante Brown. Y que después, sí, terminó con la final ante Barracas Central y el gol de Cristian Zabala. Y que después, definitivamente sí, terminó con Diego Martínez estallando en un llanto y recordando a su madre.

El Nacional B cansa, y mucho, ya solo explicándolo. El fútbol es un juego, pero el Nacional B se parece demasiado a eso que la RAE reserva para definir a la guerra: “desavenencia y rompimiento de la paz; lucha y combate; oposición de una cosa con otra; lucha armada entre bandos de una misma nación”. Para ganar un lateral en La Ciudadela de Tucumán, disputar un balón aéreo bajo el cielo de Temperley, despejar un córner con rosca del enganche de Chacarita o entrar en un micro azulgrana a Mataderos sin que tiemble el espíritu, para atravesar la categoría, y ganarla, tenés que prepararte toda la vida. Lograrlo debe ser agotador. Pero el Tigre de Diego Martínez todavía tenía energías. El techo lejos. Y fútbol. Para florearse en algunos partidos de la Primera División, para meterse entre los cuatro, para dar el batacazo en Nuñez y para resistir de pie luego de esa piña con forma de poesía que fue el gol de Gabriel Ávalos. Diego Martínez dijo que vivió los penales con calma porque su grupo de jugadores está acostumbrado a jugar finales. Ya jugó cuarenta y nueve.
Sólo se vive dos veces
En apenas unas horas, sonará el despertador en la mesita de luz de Diego Hernán Martínez. Abrirá los ojos y, probablemente, habrá de recordar aquella remota mañana en que se levantó para ir al entrenamiento de Ituzaingó. Después de desayunar, guardará sus elementos de trabajo en la mochila y saldrá del hotel rumbo a la final. Una más. O no. No será una final más. Será la final más importante que tiene nuestro fútbol. La final número cincuenta con su Tigre. La final.
Lucas Bauzá
Twitter: @rayuelascometas
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