Un encuentro en el Patagonia argentina con un ex jugador. Entre lagos y montañas el goleador retirado patea piedritas como si fueran tiros al arco mientras camina con su familia. El narrador lo observa como a un héroe que no quiere colgar la capa. Escribe Agustín Lucas.

Por la mañana los caballos andan sueltos, los chimangos bajan, el lago se alisa. La ruta queda lejos, ese zumbido. El silencio es otro silencio, uno que parece desconocido. De tarde es cierto que un poco la playa se puebla, es como un patio de escuela con agua. Los caballos se acercan y nos miran y en un momento estamos quietos mirándolos, y ellos igual quietos, solo el viento nos peina. Pasan a comer más allá en otra sombra, ahuyentando el bicherío que acalambra. Oliéndose, sabiéndose cerca. Uno es bayo, otro es pinto, otra es blanca y otra azabache como una noche fiera apenas cruzada por el halo de una ciudad. 

Un hombre tropieza, resbala entre el canto rodado pero no pierde la entereza y dibuja en la pieza un disimulo. Alza el semblante y ve más allá. Apenas si abrió los brazos pero estoico. Llevando la silla. Todavía estaba lejos de nosotros, los caballos y toda esa música del mutismo. Del cantar de las aves, del crujir de las ramas, del llao llao como adorno de una fiesta salvaje. El llao llao solo se aloja en Coihues y Cipreses, se aloja y se queda a vivir como un anillo, como una caravana. Bijouterie del bosque, hongo dulce de la patagonia. No se si es su pelo el que me confunde, pero creo que reconozco al hombre cuando se acerca. 

Tiene el pelo rebajado de los lados y largo arriba, de los de gel de noche, esta mañana peinado por el agua helada del lago. Otra que platear las sienes como dijo un mago, el pelo se le ha puesto blanco nube. Pero es cierto que jugó hasta los cuarenta y peinó las primeras en un vestuario. Se aprendió a afeitar ahí, se vio envejecer. Siguió haciendo goles. En realidad puedo estar absolutamente confundido ahora que lo pienso, y puede ser tan solo un hombre de familia, y no un hombre de familia adorado por tribunas. Que es casi lo mismo. Una liebre pasa perseguida. Un zorro sonsea por perro mientras huele y sigue el rastro. Así es todos los días hasta el invierno, cuando el hambre se pone más aguda, y los pumas bajan a robar gallinas. 

No habrá picado porque casi toda la playa tiene canto rodado y en los rincones de pasto contra el bosquecito, los niños y las niñas juegan a Messi y al Fideo Di María. El hombre frunce apenas el ceño como si hubiera un penal enfrente. Agarra la silla y se acomoda el short con un gesto coqueto, como quien se acomoda el frac mientras saluda, como una revisada de nudo de corbata, como un ajuste de gemelos en manga de camisa. La siguiente piedra la patea con el puntín de una chancleta y la piedra rueda entre su esposa y una de sus hijas que van delante. Ellas ni se enteran. El goleador suspira y gana un juego que juega solo y que nadie sabe ni nadie ve, salvo que juegue a algo parecido. 

Primero me pregunto si es el Pampa Biaggio, pero el Pampa se tiñe las canas o toda la vida será jóven. Hizo como ochenta goles en San Lorenzo el Pampa. Abría los brazos y se ponía serio cuando encaraba. Era topador y elegante el Pampa. Jugó en el fútbol uruguayo el Pampa Biaggio y dirigió también, pero no era el Pampa no, el hombre no era el Pampa Biaggio. Qué crucigrama difícil el entorno del lago, otra paciencia con uno mismo y con las cosas y con los seres. Me cambió de ritmo el corazón cuando pensé que podía ser el Bichi Claudio Borghi. El inventor de la rabona, nada más ni nada menos. Ese baile para pocos. La rompió en Huracán el Bichi Borghi pero es ídolo del bicho de La Paternal, el famoso semillero del mundo, el primer rancho del Diego. Y en Colo Colo mamita, lo adoran al Bichi.

Me levanto para acercarme con unas piedritas en la mano y las pateo sin dejarlas caer con cierto jeito para que suenen golsitos de canchas chicas en invierno. El golpe del útil y la chancleta, el viaje por el aire en parábola exquisita, el tierno caer contra otra piedra grande que supone una emoción. Pasan primero las hijas y después su compañera. Van en fila india por la orilla. El lago las termina de despertar. Contemplé el horizonte montañoso disimulando que estaba jugando a adivinar quién era esa persona con la silla plegable que resbaló en la orilla pero se mantuvo estoico, que pateó una piedrita para embocar entre las mujeres que caminaban delante sin que se enteraran de que aquello lo vivió como el primer gol de la mañana. La camiseta de la celeste y blanca que le imaginé puesta, le quedó pintada. 

Me pasó a dos metros como me hubiese pasado si alguna vez nos enfrentaba una cancha. Entre el disimulo y el horizonte no terminaba de confirmar si era el Beto Acosta, aquella mañana en un lago escondido al sur de los campeones del mundo. Es que andar por cualquier lado es ver a Messi en todas partes con diferentes edades y oficios o tareas. Cincuenta, sesenta camisetas argentinas diarias con la tercera estrella como el último hit del mercado, o dibujada con birome igual, o una vieja de otras gestas, la trucha, la original o la casera. Las camisetas de los campeones abundan y entonces Tagliafico arregla una moto contra el cordón de una vereda, De Paul se sube a un bondi y baja la cabeza, el Fideo almuerza en una sombra con su vieja, y Julián se peina para una foto con un paisaje de fondo, o llora por la picadura de una abeja y busca a su madre en la orilla. O bien atiende un puesto de birra junto al lago. Y el Diego bueno, el Diego está en todos lados. 

El hombre me mira con una mirada fina de áreas chicas. Y yo que no se si parezco un jugador retirado o un escritor sin premios, sostengo todo lo que puedo esa mirada que conozco de la tele. De años de Fútbol de Primera, de Mar de Fondo, de Paso a Paso y del PC Fútbol 6. Necesito confirmar quien es porque esa mirada no sabe nada del olvido. Miro las líneas de sus piernas que son como los años de las tortugas. Están llenitas de canchas: el Estadio del Yokohama Marinos y el San Carlos de Apoquindo donde corearon su nombre. Las líneas de los estadios son como los años de las tortugas, en el eco habitan quienes no conocen nada del olvido. La mítica Bombonera, los goles clásicos. El Nuevo Gasómetro, donde gritó más de cien veces y se rayó en las alas de cuervos de flores bajas. Tiene tinta en la mirada el Beto. 

Entre las líneas de sus piernas, ahí donde van los hachazos, tiene tatuadas cinco copas que quien las mira, mira con sus ojos un segundo, ve un arco, vuelve a la vida. 

Entre el horizonte del lago con montañas y el silencio de caballos madrugando, apenitas refrescados por una orilla de nombre Meliquina, el Beto y la familia que indicaba en el festejo de sus goles como un niño que cumple cuatro, buscan una sombra. No había tal revuelo cuando salió campeón de América ni camisetas con su nombre por ahí en 1993. Tampoco cuando quedaron afuera en Uruguay en la Copa con la canción del Pájaro Canzani. Pero qué goleador Alberto Federico Acosta y qué privilegio llevar la cadenita en el pecho de la gloria. Qué manto ser ídolo. Tiene el Estadio Monumental de Guayaquil en las piernas el Beto, y el otro, tiene el Stade de Toulouse; el Estadio 15 de Abril, El Alvalade de Lisboa. El Beto y sus cuatro amores y sus cinco copas tatuadas que hacen mirar a la gente como goleadores por un segundo. Así, finito, como mira el Beto. Puede que sea la Copa Rey Fahd, seguro la Copa América en Ecuador del 93, no dudo que la Copa Mercosur con San Lorenzo de Almagro y la Copa Sudamericana del 2002, la otra es alguna de las que ganó en Chile aunque también puede ser la de Portugal. Hay otra Copa sin trofeo que es haber jugado con su hijo en el ostracismo de la Primera C. Y otras glorias silenciosas, como las mil paredes con Pipo Gorosito. La familia camina más allá de los coihues que besan el agua, de donde pende un llao llao que lo adorna para una fiesta sin tiempo. Sólo quise escribirle. 

Agustín Lucas

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